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Hay de fondo un error de diagnóstico, pues no ha habido crecida sino descenso de los nacionalistas en las elecciones vascas, pero, en cualquier caso, la estrategia de los independentistas de la declaración de Barcelona pasa por romper al partido socialista o por situarlo, con Pascual Maragall en la tramoya, en disposición pusilánime a entrar al juego de la secesión por las fisuras de los eufemismos: profundizar en el autogobierno, España plural (donde la pluralidad real está amenazada es en el País Vasco y en Cataluña), reforma constitucional, modificación del Senado como cámara territorial...

Hasta el momento, los nacionalistas juegan como si tuvieran alguna carta en la manga capaz de doblegar al PSOE, del tipo de los pactos económicos de Arzalluz con Polanco, que algunas fuentes amplían al ámbito del Bloque Nacionalista Gallego con las ciudades en las que gobierna en pacto con el PSOE.

Algún punto de debilidad deben ver en Rodríguez Zapatero cuando lo citan y lo desacreditan con persistente descaro. A ello puede inducir la errática postura mantenida por la dirección socialista en la noche del 13 de mayo y semanas ulteriores, como incapaces de soportar la más mínima presión. Es difícil que dobleguen al socialismo vasco, pero por el momento en buena medida le han desactivado bajo esta enervante sospecha que la cambiante retórica de Zapatero no consigue despejar.

La simple sospecha de que Zapatero aspiraría al poder a cualquier precio, de que un hipotético gobierno suyo en minoría sería un fácil blanco para los nacionalistas, es lo que lastra sus expectativas, la explicación más plausible de esa curiosa distancia entre el respaldo popular a su persona y el estancamiento del apoyo al partido socialista. Como dice y justifica en su número de esta semana la revista “Época”, “la independencia es una ruina”. Es la gran cuestión del momento, sin parangón posible con ninguna otra y por ahora el PSOE y Zapatero no están a la altura de las circunstancias.

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