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Enrique de Diego

La transición inacabada

No puede considerarse acabada la transición cuando en tres zonas geográficas de España fuerzas políticas piden la secesión y la consiguiente ruptura del marco constitucional. Como tampoco puede sostenerse en sentido pleno ni absoluto la especie de la transición pacífica cuando hay más de ochocientos asesinados por violencia política.

La transición ha sido un proceso razonable dentro de lo posible partiendo de una herencia tan lastrante como una dictadura. Ni el franquismo podía sostenerse sin el dictador, ni la oposición democrática tenía fuerza suficiente para emprender el camino en solitario, así que la opción de la ruptura siempre fue una quimera que dejó pasó a la más realista reforma. Pero esto no se hizo sin coste ni sin trasladar hacia el futuro una carga importante de complejos de culpa y de desasosegantes déficits psicológicos de legitimidad. Quienes supieron aprovechar mejor esos factores, muy acusados en Adolfo Suárez, el último secretario general del movimiento, fueron los nacionalismos, emergentes de la hibernación de la dictadura con virulencia desfasada –en un tiempo en el que el estado nacional de corte totalitario había sido arrumbado por el fracaso de los totalitarismos- y con la contribución insospechada de una izquierda infectada de nacionalismo, abrumada de complejos ideológicos tras el fracaso del socialismo real, entonces notorio y desvelado con la publicación de “Archipiélago Gulag” de Alexander Solzhenitsyn.

Sólo la clarividente y primigenia resistencia de Navarra, de la UCD navarra, impidió un prematuro desastre secesionista, impulsado al tiempo por Adolfo Suárez y por Felipe González, cuyo partido propugnaba la federación en el País Vasco y la autodeterminación reivindicada en primera línea por José María Benegas.

Como en las películas, como en los libros, como en la vida misma la valoración de lo sucedido no puede hacerse hasta comprobar los resultados finales. Lo que está cuestionando el nacionalismo vasco, con Ibarretxe a la cabeza, es la transición de una manera completa, absoluta, de raíz. Por tanto, de todos y cada uno, desde el papel del rey para abajo, sin excepción alguna. Conviene tenerlo en cuenta porque tanto Miguel Herrero de Miñón como Javier Tusell, junto a manifiestos y no edificantes resentimientos, compaginan el remunerado apoyo a los nacionalismos con la sacralización de la transición como proceso perfecto, blindado a la crítica o, como con grandilocuente beata enfatiza Tusell “la tranisición no tiene pecado original”. La misma idea de consenso, beneficiosa como ámbito de moderación y negociación, entrañó siempre un porcentaje de cesión.

Es intelectualmente atractiva la idea de que un presidente de la República elegido por sufragio directo hubiera tenido capacidad para enfrentarse, sin problemas psicológicos, a esta deriva nacionalista que ahora se sitúa al borde de la secesión.

En los términos de la realidad, de lo posible, la corona parece haber asumido una desenfocada posición arbitral ante los partidos nacionalistas que no sólo cuestionan su existencia sino la base misma de su legitimidad que es la unidad nacional. Tal pretensión es una quimera y una pérdida del sentido de la realidad, pues los árbitros están precisamente para defender las reglas del juego.

En los próximos años se va a decidir el resultado final de la transición, proceso inacabado. Deseo que sea un final feliz, pero eso depende de que cada uno de los responsables esté a la altura de las delicadas circunstancias.

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