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Alberto Míguez

La impunidad de los talibanes

El ministro afgano de Fomento de la Virtud y la Prevención del Vicio, el severo “mulá” Mohamed Uali Ajund, anunció recientemente con toda solemnidad que los ocho cooperantes extranjeros detenidos en Kabul, por haber intentado hacer proselitismo cristiano en el país, serán juzgados según la sharia (la sagrada ley islámica) y sólo saldrán libres si demuestran que ignoraban las leyes y costumbres de Afganistán. En cuanto a los 16 empleados locales de la ONG donde trabajaban los cooperantes (Alberga Ahora, Sheiter Now) caerá sobre ellos todo el peso de la ley musulmana y podrían ser ejecutados en el estadio municipal kabuleño o kabulense, donde suelen celebrarse estas fiestas tan instructivas.

Que los “cooperantes extranjeros” no conocían los usos y costumbres de los talibanes es evidente: sólo a gente muy desinformada o a inocentes pánfilos se les ocurriría ir de misiones a Kabul para convertir a la fe de Cristo a los afganos, un pueblo que no parece muy proclive al rosario en familia y a la lectura atenta de la Biblia.

Lo que asombra de toda esta historia es que pese a las advertencias lanzadas por la ONU, todas sus agencias humanitarias, los gobiernos occidentales y orientales, las propias autoridades pakistaníes (Pakistán es el gran cómplice y valedor de la talibanes), los visitantes y turistas accidentales que se colaron en el reino de las tinieblas talibán en los últimos meses, la excomisaria Enma Bonino o la socióloga española Ana Tortajada, estos bondadosos cooperantes hayan tenido la genial idea de permanecer en tales yermos como si aquello fuera un apacible país del Tercer Mundo, con pobres amables y sonrientes, agradecidos y obedientes. Lo de menos es que, además, intentaran convertir a los menesterosos a la fe cristiana.

Hay países a los que se aplicó con una severidad admirable en los últimos años un verdadero "bloqueo" por parte de la comunidad internacional. Recuerdo, por ejemplo, la Sudáfrica del apartheid o el Haití de los generales y los tontons-macoutes. En algunos casos, este bloqueo sirvió (Sudáfrica y Haití son un ejemplo, el embargo, ya que no bloqueo, a Cuba es un fracaso) para moderar a los tiranos y suavizarlos.

Pocos regímenes, sin embargo, más ignominiosos, violentos, sanguinarios y destructores que el régimen de los "estudiantes islámicos afganos" que, desde haberse convertido en el primer exportador de heroína del mundo, a dinamitar obras de arte seculares o martirizar a la mujeres por el simple hecho de serlo, se ha convertido en el paradigma de un Estado vil y peligroso. Pocos regímenes, sin embargo, han logrado mayor y mejor comprensión por parte de la comunidad internacional que esta muchachada criminal islámica. Naciones Unidas y otros organismos internacionales se ponen los guantes cuando tratan con estas acémilas musulmanas y lo mismo han hecho Irán, Pakistán, Tayikistán y otros países vecinos. La impresión es que los talibanes tienen bula para hacer lo que les da la gana y el universo mundo traga sin rechistar. A nadie se le ha ocurrido, como en la época en que los soviéticos ocuparon el país (entonces sí hubo ayuda norteamericana y de otros países occidentales), ayudar con discreción y medios a las fuerzas que se oponen a los talibanes con la nada sospechosa intención de echarlos a puntapiés.

Con la historia de los ocho cooperantes extranjeros veremos algo semejante a lo que hizo Fidel Castro con los dos políticos checos que detuvo, encarceló y liberó previo pago político, confesión de culpa y arrepentimiento hace unos meses. La comunidad internacional tragó quina y miró para otro lado: hoy ya nadie se acuerda de aquel secuestro y a Castro le impone su compadre Chávez medallas y colgajos.

Todo indica que tras un mediático rifirrafe entre diplomáticos occidentales y ministros talibanes, a los ocho cooperantes los soltarán tras obligarles a pedir perdón por su intolerable acto de proselitismo, consistente en construir casas para los más pobres de los pobres en el país más pobre de los pobres. El asunto se olvidará y... hasta la próxima. Y a los colaboradores locales, que les den morcilla, aunque eso, sí, con carne de cabra.

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