El caos que se está registrando actualmente en el Sur de Afganistán tras la caída de Kandahar irrita e inquieta hasta cierto punto al Pentágono, pero no le sorprende en absoluto. Y es que sin la presencia física –la Infantería– de los estadounidenses, los antitalibanes dan por acabada la guerra y se han lanzado a su ocupación de siempre: disputarse el poder.
Esta situación está latente en todo el país, pero en el sudeste se ha manifestado con más descaro, porque aquí los antitalibanes eran facciones minúsculas que estuvieron prácticamente paralizadas durante los siete años de hegemonía militar y política del "mulá" Omar. En estas condiciones no hay evidencia alguna de quién tiene en realidad suficiente poder para mandar en la última capital, ni tampoco existen “méritos de oposición” para invocarlos a la hora de reclamar el Gobierno local.
Claro que estas fricciones y tensiones dificultan algo la caza de Ben Laden y su consuegro Omar, pero no es lo que más inquieta a Washington. Mucho más le preocupa el caos de la desbandada de los excombatientes y población civil del último reducto talibán, pues en esa masa humana pueden esconderse muchos de los terroristas de Al Queda e incluso los dirigentes máximos de esta organización.
Estados Unidos emprendió la campaña de Afganistán, ante todo, para acabar con Ben Laden y su estructura terrorista. El Gobierno talibán era algo así como un “enemigo añadido”, por cuanto les daba cobijo y apoyo logístico; pero ahora que han sido echados del poder, los talibanes han dejado de interesar –salvo el citado "mulá" Omar–.
Lo que ocupa, y hasta preocupa, es la localización de Ben Laden, sobre el que resulta muy difícil obtener informaciones útiles en una situación de desbandada y en el caos humano generado por la debacle, lo que explica los ataques masivos a los refugios de Tora Bora, cuya red de túneles y cuevas ya sirvieron de fortines naturales durante la guerra contra la Unión Soviética. Si no encuentran a Ben Laden, al menos atraparían a no pocos de sus hombres y arsenales.
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