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Andrés Freire

Sólo en gallego

La obsesión de los nacionalistas por eliminar el castellano de la superficie de Galicia no conoce más límites que la resistencia que encuentran de sus opositores. A falta de ésta, la lengua española va desapareciendo progresivamente de los espacios públicos. Observemos la situación a través de un ejemplo significativo: la estación de RENFE en Santiago de Compostela, que mantiene en sus carteles informativos un estricto monolingüismo en gallego. Considérense las circunstancias: nos hallamos ante un punto por donde entran innumerables visitantes, tanto españoles como extranjeros, a los que este monolingüismo ofende o confunde. La Xunta de Galicia concede importancia estratégica, casi desmedida, al turismo que visita esta ciudad. Y la estación es propiedad de una empresa estatal, que incumple así la más elemental norma de calidad de servicio a sus clientes. Todo ello ejemplifica singularmente lo que ocurre en Galicia: una minoría que azuza y presiona, y unas élites, tanto autonómicas como estatales, que desertan de sus obligaciones y ceden ante la presión, aunque esto vaya en contra de sus intereses.

Que nadie deduzca del monolingüismo cartelario que la “normalización” lingüística ha triunfado en Galicia, y que dice verdad la Xunta al incluir entre sus logros la “recuperación de la lengua”. Los datos lo desmienten. El estudio más importante al respecto es el Atlas Sociolingüístico de Galicia de 1995. Del análisis se deduce, en esencia, que cada año que pasa baja un punto el porcentaje de niños que tiene el gallego como primera lengua. En la ciudad de La Coruña, cuya denominación castellana ha sido prohibida por la ley (la mencionada deserción de las élites estatales), los niños gallegohablantes ya sólo eran en 1995 el 6%. Lo más desconcertante del estudio es que prueba que la política lingüística de la Xunta apenas ha incidido en la evolución de esa tendencia.

Por consiguiente, la desconexión entre el discurso de las clases políticas y los hábitos lingüísticos de los gallegos es tajante. A veces, pocas veces, en medio de la engolada cháchara política, se cuela un poquito de esa realidad. La concejala de normalización lingüística de Vigo que se lamenta de que los niños vigueses gallegohablantes se sientan como extraterrestres. O el importante editor que reconoce que los adolescentes asocian el idioma con la imposición y la obligación. O el informe de la UNESCO que, para indignación de la Xunta, incluye al gallego entre las lenguas en peligro de extinción.

Más allá del totalitarismo de una política que pretende imponer una lengua a los ciudadanos, más allá del vano afán de quien intenta torcer el curso de la historia mediante decretos, más allá de todo eso, la política de normalización lingüística acaba por ser no más que un fraude a gran escala, en el que colaboran políticos y profesionales del galleguismo con el fin de acumular poder y dinero. Que un desperdicio así de recursos (económicos, intelectuales, temporales) es un grave lastre para el futuro de Galicia es otro aspecto de la realidad que apenas nadie se atreve a mencionar.

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