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El obstáculo Arafat

Dos años luego, Arafat dice haberse dado cuenta. Haber, al fin, comprendido lo que el plan de paz propuesto por Bill Clinton y Ehud Barak era: el mejor plan de paz posible para el Cercano Oriente. Dos años luego. Y miles de hombres muertos en una guerra tan perfectamente trágica cuanto estúpida, sin objetivo estratégico ni táctico: la guerra que retóricamente proclamara reivindicar por las armas lo que había sido ya concedido en Camp David sin disparar un tiro. Ahora, se dice Arafat dispuesto a firmar, sin corrección, aquel proyecto. Pero dos años y varios miles de palestinos e israelíes muertos cambian todo. Y la firma de Arafat cuenta menos que la más leve mota de arena en el desierto.

Corrupto –los saudíes acaban de hacer públicas las cuentas suizas en las cuales el rais se embolsaba la ayuda humanitaria árabe–, senil, desarraigado de cualquier realidad, Arafat vive ya sólo confrontado al demencial monólogo con su propio mito. Todo en torno a él es caos: caos de los mártires de la guerra santa, que sólo obedecen órdenes de Alá y nada de política saben que no sea la consecución del paraíso para ellos en el otro mundo y la prosperidad para sus familias a costa de las subvenciones que premian a los parientes del sacrificado en éste; caos de la generación más joven de la OLP, la que aguarda que de una maldita vez el alelado rais desaparezca y deje de conducir a todos sus súbditos a un suicidio colectivo inflexible; caos de una economía a la cual no han llegado ni las migajas de la ayuda económica europea, ésa que acaba siempre en armas y en cuentas suizas de Arafat, su familia y su más íntima camarilla de viejos combatientes.

Arafat es hoy un muerto en vida. El hombre que perdió su oportunidad histórica en el año 2000, cuando todos los elementos para crear un Estado palestino independiente le fueron dados. Cuando los rechazó, porque crear un Estado y pasar a administrarlo es perfectamente incompatible con la dimensión profética del tosco mito salvífico que él labró y que acabó por tragárselo.

Y ahí está todo. Empantanado en un sangriento callejón sin salida. Cuando todos saben –todos, Bush como Sharon, Mubarak como Rajub, pero también como el encarcelado Barguti– que sólo una barrera separa a Palestina de su independencia. Y que no es una barrera de cemento. Sí de leyendas podridas hace mucho, de mesianismo rancio. Tiene un nombre esa barrera: Yassir Arafat.

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