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Javier Ruiz Portella

El Quijote en spanglish

Así pues, ahora resulta que “In un placete de la Mancha of which nombre no quiero remembrearme…” ¡Pobre don Miguel, pobre Alonso Quijano… y pobres de nosotros! Sólo nos faltaba eso. No contento con abanderar la destrucción del inglés y del español en que consiste esta jerigonza denominada spanglish, un tal Ilan Stavans acaba de transcribir El Quijote en este mejunje lingüístico. Persigue con ello fines parecidos a los que movían al Bachiller Sansón Carrasco: “normalizar” a Don Quijote, bajarlo del cielo de sus ansias, ponerlo a ras del suelo, a la altura del vulgo, cuyo dialecto, ahora, hasta se le obliga a hablar. Por su puesto, no conseguirá su empeño. Por más que a nuestro ingenioso hidalgo se le intente envilecer, ya sea relatando sus historias en cómic, o comparándolo con los Globe Trotters (lo efectuaba, no ha mucho, un alto funcionario de nuestro Reino, de cuyo nombre no quiero acordarme), o transcribiendo sus andanzas en spanglishera jerga, nadie conseguirá que Don Quijote descienda a ese mundo del que tanto quería apartarse durante sus hazañas… y del que ahora huiría aún más horrorizado si cabe.

¿Por qué, entonces, perder siquiera un minuto prestando atención a tan vano intento? Por una sola razón: la ridiculez de la empresa está llena de implicaciones sobre lo que es la lengua y sobre lo que por ella se entiende hoy. “Si más de 35 millones de hispanohablantes que viven en Estados Unidos —declaraba este nuevo Bachiller— deciden decir “rufa” (del inglés roof) en lugar de techo, ¿por qué oponerse a ello? ¿No es acaso su derecho?” En efecto, es su derecho más legítimo. Pero a lo que no hay derecho es a varias cosas. No hay derecho, para empezar, a que se meta en el mismo saco a todos los hispanos de Estados Unidos. Quienes hablan fundamentalmente spanglish son las masas de mexicanos emigrados a la costa oeste. También lo practican, es cierto, los puertorriqueños de Nueva York, pero su deformación del idioma es más reducida. Mucho menor aún es el spanglish que se habla en Miami. Ahora bien, a lo que sobre todo no hay derecho es a considerar que quienes sí practican tal jerga están hablando (al cabo de tan sólo diez o veinte años de mezcolanza) una nueva lengua, a la que hasta merece que se traduzca una de las más grandes obras de todos los tiempos. Acaso algún día el spanglish acabe constituyéndose en una auténtica lengua (como sucedió con el castellano a base de deformar el latín), pero ello no es un asunto ni de hoy ni de mañana ni de pasado. El proceso de constitución de una lengua es algo extraordinariamente sinuoso y lento. Constituye un parsimonioso trabajo de incontables años en el que entran en juego los más profundos resortes del alma humana; algo, en suma, que nada tiene que ver con los acelerados plazos que impone el mundo del consumo y de la técnica.

Pero hay más. El surgimiento de una lengua es sobre todo una cuestión que no se decide. Primero, porque para decidir lo que sea…, ya hay que estar inmerso en la lengua. Y también porque una lengua sólo existe realmente cuando es mucho más que un mero instrumento de comunicación sobre los tráfagos de la vida de cada día. Una lengua, una gran lengua de cultura, únicamente existe cuando posibilita esa expresión suprema que es el poema, que es el arte. (En este sentido, Unamuno, por ejemplo, efectuó crueles consideraciones sobre la validez del vascuence.) Y el que un idioma dé o no lugar a la creación artística, es algo que absolutamente nadie decide (por más subvenciones que se le otorguen).

Puesto que unos cuantos millones de mexicanos y de puertorriqueños deciden hablar en spanglish, decidida está la constitución de dicha lengua. Tal es el razonamiento de fondo en toda esta cuestión. Así, todo depende de la decisión de la mayoría, de la “voluntad popular”. Y ahí está el gran error, el drama tal vez, de la democracia. Porque la democracia misma, sus mayores virtudes se degradan tan pronto como se considera (y se considera a menudo) que la voluntad de la mayoría es soberana en todos los campos. Se cree que nada hay ni puede haber por encima de la mayoría, que todo está sometido a la opinión, a la decisión: la verdad, la justicia, la belleza (“es arte lo que se decide llamar arte”, dicen algunos). Hasta se cree posible opinar y decidir sobre la existencia misma de la nación, y no sólo —pretensión que sí es legítima— sobre sus modalidades de existencia. Mientras la nación es ese intangible hermanamiento en el seno de una comunidad, –vinculación tanto con la historia como con la lengua que, desde hace siglos, nos han legado nuestros antepasados–, la lengua es parte íntegra de nuestro ser y sobre la cual ni ellos ni nosotros hemos tomado en verdad “decisión” alguna.

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