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Víctor Llano

Muere en España una víctima de Castro

El 25 de octubre pasado murió en Madrid el poeta cubano José Mario Rodríguez. El pintor Waldo Díaz Balart lo encontró muerto en su buhardilla de Lavapiés. El autor de El Grito había llegado a nuestro país en 1968, después de pasar nueve meses en los campos de concentración castrista que –bajo el nombre de Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP)– le sirvieron al régimen comunista para encarcelar y torturar a miles de homosexuales, testigos de Jehová y jóvenes considerados “extravagantes”. Pocos quieren recordarlo, pero en los años sesenta, los que en Cuba llevaban el pelo largo, vestían pantalones ajustados o les gustaba el jazz, recibían el calificativo de “escoria desafecta y contrarrevolucionaria”.

El escritor cubano Cesar Leante evoca en su libro –Revive, historia (Anatomía del Castrismo) Biblioteca Nueva 1999– la experiencia del poeta en un campo de concentración situado en la provincia de Camagüey. En la página 160 puede leerse este párrafo: “Todo aquello le hizo recordar a José Mario un poema de Quasimodo en el cual describía el campo de exterminio nazi de Auschwitz. También a la entrada de éste había una pancarta que decía: “El trabajo los hará libres”. La única diferencia consistía en que en la tela de las UMAP la palabra “libres” había sido sustituida por “hombres”. En lo demás, el campo nazi y el comunista eran muy, muy parecidos. Aunque los métodos no fueran los mismos, esencialmente se basaban ambos en la anulación del ser humano”.

Pocos meses antes de morir, José Mario aseguró a Libertad Digital que cuando contó esta experiencia en España, la izquierda “progre” –instalada en la mentira y en el odio a Estados Unidos– se negó a creerle. Para su desgracia, no huyó de Pinochet o de Videla, escapó de un asesino que no aceptaba su homosexualidad y su falta de entusiasmo “robolucionario”. Sus libros no podían tener mucho éxito en nuestro país. A nadie puede extrañarle que la Comunidad de Madrid tuviera que ocuparse de su entierro. José Mario vivía de la caridad de algunos amigos y de lo que sus vecinos le pagaban por tirar las bolsas de basura.

Quince días después de su muerte Steven Spielberg aseguraba en La Habana que había pasado junto a Castro las ocho horas más importantes de su vida. Como a otros muchos, al director estadounidense tampoco le interesa saber lo que fueron los campos de concentración castristas. Jamás hubiera contratado a José Mario de guionista. Su historia no le importa. Nunca leerá lo que recoge Cesar Leante en la página 158 de su libro:

“Era ya noche y a la luz de mecheros de keroseno el teniente que estaba al mando de la unidad les dio las últimas “instrucciones”.... Lo primero que les recomendó fue que se hicieran a la idea de que ‘el mundo que acaban de dejar más allá de esas cercas, ya no existe para ustedes’. Después les dijo por qué estaban allí y no se anduvo con remilgos: ‘Han sido traídos aquí por considerárseles lo más negativo de la sociedad’. Se le escapó algo que en otro lugar, ante oficiales de más jerarquía que él, le habría costado la degradación o la expulsión de las fuerzas armadas, si es que no la cárcel. ‘Este es un plan de Raúl, Fidel Castro y Almejeiras –dijo– para que no les quepa la menor duda; un plan que ha sido realizado con mucho éxito en otros países socialistas’. La indiscreción era mayúscula, entre otras, por dos razones capitales: porque se trataba de ocultar a cal y canto que la invención de las UMAP venía del mismo Fidel, y que eran un remedo de los tristemente célebres campos de trabajo forzado soviéticos. Un día en la vida de Iván Denisovich, de Solsjenitsin, había sido publicado en Cuba con gran escándalo y, por esa vía, muchos ciudadanos teníamos conocimiento de ellos. La arrogancia, disfrazada de paternalismo vendría a continuación: ‘Nosotros queremos rehabilitarlos para que vuelvan, libres de mancha, a la sociedad que no supieron comprender... Puedo decirles que aquí se sabe cuando se entra; pero lo que nunca se sabrá es cuando se sale’... El desamparo más total debió recorrerles como una ola de espanto. De ahí que estuvieran dispuestos a aceptar lo que vino a continuación, a cumplirlo al pie de la letra. Debían ‘la mayor obediencia’ a los oficiales y a los soldados, obediencia que iba desde la forma en que tenían que saludar a un militar, hasta el comportamiento dentro del campamento y fuera del mismo, en el campo de trabajo”.

No es probable que Spielberg le preguntara a Castro por relatos como éste. El sufrimiento de José Mario no iba a evitar que el director estadounidense pasara junto al Máximo Líder las ocho mejores horas de su vida. Pero por fortuna, al poeta cubano no le importaba ya que supieran o no de su angustia. Muchos años antes de morir se había acostumbrado al silencio, a la miseria y a la soledad.

Sin embargo, todos a los que no nos es indiferente el sufrimiento ajeno, deberíamos recordar lo que escribió Leante en la página 154 de Revive, historia:
“José Mario nace en el año 1940, en Guira de Melena, La Habana. En 1960 funda y dirige El Puente, que sirve de medio de expresión a la primera generación de escritores que, sin pasado literario, ni político, comienza a expresarse con la revolución. De esa forma se crea el primer foco de disidencia o resistencia intelectual dentro de la Cuba de Castro. A partir de 1964 es detenido e interrogado en más de catorce ocasiones; hasta que son clausuradas Ediciones El Puente y confiscados sus libros. Se le acusa y juzga “por andar con extranjeros”, en relación con su amistad con el poeta norteamericano Allen Ginsberg. Es absuelto. En 1966 y, con el pretexto del servicio Militar, es conducido a un campo de trabajos forzados en Camagüey, sometiéndosele a todo tipo de atropellos, aislamiento, vejaciones y tortura. Incomunicado, meses, se le permite volver a La Habana. Entonces es detenido en su propia casa a punta de pistola, siendo confinado en la prisión Militar de La Cabaña. En 1968, y bajo previo abono de una transferencia bancaria –en dólares– depositada por su familia en el Estado Mayor, se le permite abandonar Cuba”.

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