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Una de las primeras personas con las que hablé después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 y que era, como yo, de izquierdas de toda la vida, respondió a mis expresiones de duelo y preocupación con estas palabras: “A ver qué hace ahora ese animal”. El animal era George Bush, el presidente elegido por el pueblo que acababa de ser víctima del mayor atentado terrorista de la historia. La bestia seguía siendo la de siempre: el gobierno de los Estados Unidos, no el terrorismo islámico que había perpetrado el ataque. Así que tranquilidad en las gradas de la izquierda: la sede del Mal continuaba en la Casa Blanca. Tranquilidad dentro de la zozobra. Porque zozobra había.

El diario El País expresó aquel temor más finamente en el titular que sacó el día 12: “El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush”. No era del todo exacto. Una parte del mundo, entre la que me contaba yo, seguía en vilo por los atentados mismos y por lo que éstos nos decían: que estábamos amenazados. Todos. Todos los que no fuéramos aquellos fanáticos. Pero es cierto que otra parte del mundo no quiso verlo así y que, ante la amenaza brutal, irracional, casi inimaginable, apartó la mirada y transfirió su miedo: el peligro no eran aquellos musulmanes dispuestos a morir matando, y de los que se sabía poco –porque ¿quién prestaba atención a los atentados en Israel?–, el peligro eran aquellos liantes y prepotentes americanos.

El mismo día de los atentados, la izquierda ideológicamente más vetusta, la progresía menos avispada, se embarcó en una de sus aventuras más estúpidas e inmorales. Los que entonces formábamos parte de aquella familia asistimos repugnados a la culpabilización de las víctimas, a la justificación de los atentados, y a aquella transferencia del miedo que condujo casi de inmediato a oponerse a combatir el terrorismo con determinación. No, no había que provocar a los terroristas. En todo caso, buscar a Ben Laden y atraparlo, pero no tomar “represalias” de gran alcance, no atacar a un país, ¡eso era lo que estaban esperando! El terrorismo, ¿no nacía del odio y de la pobreza? Pues lo que había que hacer era ayudar más a esos países, ser más tolerante con su cultura, no ponerse del lado de sus enemigos, como Israel. Lo que había que hacer era contentar al enemigo.

Aquella izquierda, y con ella, buena parte de la población europea, regresó a los años treinta, al appeasement frente a Hitler. Lo que con aquel enemigo y con éste, equivale al harakiri. Pero los atentados del 11-S nos mostraron que teníamos entre nosotros a muchos suicidas, la mayoría de ellos, inconscientes, otros, en cambio, deseosos de que alguien, aunque sea un grupo de fanáticos religiosos, destruya “el sistema” que tanto odian. El rechazo al libre mercado y a la democracia unió a extrema derecha y extrema izquierda en la celebración de los atentados. Ambas percibieron correctamente contra qué iban los ataques.

No es fácil aceptar la existencia de una amenaza terrorista global, impredecible, que puede atacar en cualquier lugar, en cualquier momento, a cualquier tipo de personas, ricos y pobres, negros y blancos, cristianos o hindúes. Tranquiliza más pensar que esa amenaza sólo se cierne sobre los americanos, que únicamente hay dos contendientes: los terroristas y los Estados Unidos. Puede que la gente duerma mejor pensando tal cosa, pero esa idea conduce a la estrategia suicida. A creer que nos salvaremos si hacemos lo contrario de lo que hacen los EEUU, si aplicamos el paño caliente, ponemos la otra mejilla y rendimos pleitesía al que nos quiere liquidar. Y ese es el programa de una izquierda que es incapaz de renunciar a la superstición según la cual todos los males proceden del capitalismo, en especial, del norteamericano, y cree que este nuevo peligro ha nacido de ese mismo huevo.


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