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Cristina Losada

Naranjas de la China

En pocas palabras: si Bush declara la alerta, se le condena, y si hubiera atentado, se le condenaría porque no alertó.

Es sabido que en España la simpatía que suscita Bush se mide en los grados Fahrenheit de Michael Moore. Nada más lógico, dentro de lo absurdo de todo ello, que cualquier cosa que haga el gobierno norteamericano se considere no ya mala, sino pésima. Incluso, y ahí es donde está lo bueno, cuando se le condenaría si no la hiciera.
 
La semana pasada, los USA elevaron su nivel de alerta antiterrorista del amarillo al naranja. No era la primera vez. Pero en esta ocasión, el New York Times y el Washington Post afirmaron que la decisión se había basado en informaciones apolilladas. En tal tesitura, ¿a quién dar más crédito? Obviamente, aquí, a Bush y compañía, ninguno. Los grandes fabricantes de opinión en España nos aseguraron que la alerta era un camelo para contrarrestar el positivo efecto de Kerry y su Convención. Que la naranja estaba putrefacta, vamos, que si era naranja, era de la China.
 
Al poco se supo que había otras pistas, además de las antiguas, que indicaban que el peligro no era una invención de la pandilla tejana. La prensa norteamericana viró o reculó. Pero en España, ninguna realidad nos estropea la visión de la noticia que mejor se ajusta al gusto del fabricante y, en este caso, también del consumidor. Ahí quedaron los titulares y los comentarios sobre la indecente manipulación de la amenaza terrorista por parte de Bush. Nadie se desdijo.
 
Ahora bien, imaginemos que en USA no se hubieran tomado medidas especiales y se hubiera producido un atentado. De aquí a Lima se hubiera oído a quienes clamarían contra la ineptitud de Bush, como se les oyó a propósito del 11-S. Habría sido una colosal falta de competencia de los servicios de seguridad e inteligencia y, por extensión, del gobierno. Habrían tenido, como antes del 11-S, toda una serie de datos que les hubieran debido prevenir del desastre, pero los echaron en saco roto.
 
En pocas palabras: si Bush declara la alerta, se le condena, y si hubiera atentado, se le condenaría porque no alertó. La razón de tal actitud desconcertada y desconcertante no radica sólo en la antipatía que suscita el inquilino de la Casa Blanca. Y eso es lo grave. En el fondo, los amigos españoles de Moore no creen que exista una amenaza. No lo quieren creer. Les va mejor así.
 
Para ellos, todo este lío del terrorismo islamista está muy claro: a Bush y su cohorte les interesaba meterse en guerras y la excusa del terrorismo islamista les vino al pelo, cuando no la fabricaron. Después de ver Fahrenheit 9/11 todo quisque sabe que las familias Bush y Ben Laden estaban a partir un piñón petrolífero. Y ahora sólo tratan de mantener vivo el espectro de la amenaza terrorista.
 
Es una visión reconfortante: el peligro no existe. Todo es una conspiración del famoso complejo militar industrial y los imperialistas norteamericanos. Tan arraigada debe de estar por aquí, que el gobierno español no se ha sentido presionado, tras el 11-M, ni a abrir una investigación sobre los fallos de los servicios de seguridad e inteligencia. Al contrario: en ningún caso debe ponerse en duda su buen hacer. Con la retirada de Irak, ya nos consideramos a salvo.

En España

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