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Eduardo Ulibarri

La reconexión trasatlántica

El nuevo clima de relaciones simbolizado por el viaje de Bush crea un marco propicio para buscar entendimientos en esta y otras áreas, pero el trabajo por delante será duro y difícil.

Si las diferencias políticas entre Estados Unidos y algunos de sus principales aliados europeos no comenzaron con la invasión a Irak, es imposible que terminen con la visita del presidente George Bush a Europa. Pero, aun así, su recién concluido viaje ha tenido una doble virtud: destacar los fuertes valores, aspiraciones e intereses comunes que nutren a la alianza europea-estadounidense, y crear un clima más propicio para acercar posiciones y colocar sus discrepancias en un marco de diálogo y respeto mutuos.
 
La reunión cumbre, en Bruselas, entre Bush y los 26 gobernantes de países miembros de la Unión Europea (UE) y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), fue el gran marco simbólico para el relanzamiento de las relaciones trasatlánticas. Jean-Claude Juncker, primer ministro de Luxemburgo y actual presidente de la UE, destacó las “mismas ambiciones para el mundo” que los unen: “La ambición de la democracia, de la libertad y de combatir juntos al terrorismo”. El portugués José Manuel Durao Barroso, presidente de la Comisión Europea, fue más allá: “Europa y América se han reconectado”. Y Bush no se quedó atrás, con su apoyo a una Europa “fuerte y unida” como clave de cooperación y estabilidad internacionales. Hasta el presidente francés, Jacques Chirac, y el canciller alemán, Gerard Schröder, símbolos de la “vieja Europa” que más se enfrentó a Estados Unidos por Irak, destacaron lo que los aproxima por sobre lo que los aleja.
 
La cercanía entre ambas orillas del Atlántico es evidente en lo más sustancial: sus principios y objetivos finales en el mundo, que incluyen el apego a la democracia, la libertad, la estabilidad, la justicia y el desarrollo. A esto se suma una gran convergencia en la lucha contra el terrorismo, un acercamiento en la política hacia el Oriente Medio (en especial el conflicto israelí-palestino y Líbano) y un genuino interés por convertir la discordia sobre Irak en asunto del pasado.
 
Pero persisten –y difícilmente desaparecerán– diferencias fundamentales en los métodos o tácticas más propicios para impulsar sus ideales e intereses, así como en el lugar que deben ocupar la diplomacia, los acuerdos multilaterales y el uso de los incentivos o la fuerza para alcanzar determinados propósitos o conjurar evidentes riesgos. Todo esto se ha hecho evidente en temas cruciales, como el programa nuclear de Irán, la venta de armas a China, el papel y estructura de la OTAN, la reforma al Consejo de Seguridad de la ONU, el cambio climático, la Corte Penal Internacional, el tipo y velocidad de las presiones para impulsar la democracia en Rusia y la mejor forma de luchar contra la degradación ambiental.
 
La lista no es despreciable y, necesariamente, producirá más de un chispazo en el futuro. Pero incluso en varios de esos temas se produjeron importantes esfuerzos de acercamiento, reflejo de cuánto valoran europeos y estadounidenses su relación mutua. Por ejemplo, Bush descartó la posibilidad de una acción armada a corto plazo en Irán para neutralizar su programa nuclear y dejó ver que está dispuesto a colaborar con la acción diplomática de Gran Bretaña, Alemania y Francia en ese país; minimizó sus discrepancias con el plan alemán para reformar la OTAN, que Francia respalda, y se mostró dispuesto a buscar colaboración en el tema ambiental. Mientras, Schröeder dejó claro que para Europa es inaceptable un Irán con armas nucleares; Francia y Alemania reiteraron su apoyo a la OTAN, y una gran cantidad de países europeos decidieron incrementar su colaboración con Irak en temas económicos y de seguridad.
 
En medio de estas realidades, gestos y ofertas, se mantiene abierto un frente de gran potencial conflictivo: el posible fin del embargo en la venta de armas europeas a China, impuesto, junto a Estados Unidos, tras la matanza de la plaza de Tiananmen, en Pekín, en 1989. A estadounidenses y japoneses les preocupa, con razón, que un fin del embargo europeo dé a China capacidad tecnológica y militar para, eventualmente, agredir a Taiwán y convertirse en el gendarme del sur y el este asiáticos. Pero Europa, encabezada por Francia, que posee la mayor industria bélica del continente, insiste en la necesidad de reiniciar las ventas de armas de forma gradual.
 
Lo que se logre avanzar –o no– en este tema geoestratégico, incidirá de manera determinante en las posibilidades de colaboración en el resto. Porque de no saldarse las diferencias en torno a China, la fractura en las relaciones entre una parte de Europa y Estados Unidos podría ser tan severa como la que produjo su intervención en Irak.
 
El nuevo clima de relaciones simbolizado por el viaje de Bush crea un marco propicio para buscar entendimientos en esta y otras áreas, pero el trabajo por delante será duro y difícil.

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