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Juan Manuel Rodríguez

Dos geniales escenas de "películas deportivas"

El tenis es sólo una excusa en el film de Hitchcock. La película está sólidamente asentada en la novela de Patricia Highsmith, pero el director inglés la redondea con escenas ciertamente memorables

Cuando el famoso (en la película) tenista Guy Haines -interpretado dócilmente por Farley Granger, un actor que nunca me transmitió demasiado- coincide casualmente en un tren con el psicópata Bruno Anthony, (Robert Walker) uno de sus "profundos admiradores", se inicia un thriller tortuoso que mantendrá al primero en vilo, mientras que Walker, mucho mejor actor que el busto parlante que interpreta a Haines, se adueña totalmente de la película de Alfred Hitchcock. De esa imprevisible relación entre deportista de élite y aficionado con los claves cruzados nacería, muchos años después, "Fanático", con Robert de Niro en plan histriónico, gustándose, como siempre, en uno de sus papeles de pirado.

El tenis es sólo una excusa en el film de Hitchcock. La película está sólidamente asentada en la novela de Patricia Highsmith, pero el director inglés la redondea con escenas ciertamente memorables. Para mi gusto la más inquietante de todas (cuando nos damos cuenta de que Haines no podrá desembarazarse jamás de Bruno hasta que no cumpla con su parte del "acuerdo criminal") transcurre precisamente durante un partido de tenis. En el palco, los espectadores siguen atentamente el movimiento de la pelota, girando la cabeza a la izquierda y luego a la derecha, de nuevo a la izquierda y a la derecha, izquierda y derecha... Sólo Bruno Anthony mira fijamente y sin pestañear al centro de la pantalla, sin mover uno sólo de sus músculos, frío, indiferente a lo que está sucediendo sobre la pista. Es la forma que tiene Hitchcock de decirnos: "sí señores, sí, este Bruno está como una chota".

Y de una escena que inquieta a otra esencialmente poética. En "Carros de Fuego", Harold Abraham (interpretado por Ben Cross) compite por la medalla de oro en la carrera de los cien metros lisos. Su entrenador (Ian Holm, que luego obtendría por su interpretación el Oscar al mejor actor secundario) decide no acompañarle, pero el director de la película (Hugh Hudson) tiene el acierto de situarle en un hotel situado justo enfrente del estadio de Colombes. Presenciamos entonces la carrera (que gana Abrahams) y, privilegiados conocedores del éxito de su pupilo, asistimos entonces al deambular nervioso de Ian Holm por la habitación. El toque poético y visualmente genial llega en la forma que tiene Holm de conocer la victoria del atleta, a través de la ventana de una pequeña habitación de hotel: la bandera inglesa asoma por el estadio y en ese preciso instante suena el himno "Dios salve a la Reina". Magistral.
 

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