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Enrique Dans

Señales

En Internet, el control del mensaje es muy superior, las posibilidades tecnológicas y de interactividad son muchísimo más amplias, el mensaje puede hacerse llegar de manera más respetuosa, menos intrusiva.

Algo pasa en el mundo cuando las campañas de publicidad más comentadas del último año corresponden a sendos cuartetos de chicos que cantan una canción pegadiza o que entran en el Parlamento para robar la silla del presidente, y que posteriormente distribuyen el resultado de sus divertimentos a través de Internet. Sí, lo ha oído bien: a través de Internet. Internet, ese porcentaje residual, ese dos o tres por ciento como mucho que el anunciante asignaba perezosamente tras haber sido perseguido hasta la saciedad por un insistente ejecutivo de cuentas. Ese volumen escaso, de un solo dígito, que el director de publicidad ni siquiera gestionaba proactivamente porque percibía que no le valía la pena, que no había ahí "nada que rascar". El que las agencias decidan empezar a preparar campañas especialmente diseñadas para su difusión en Internet, y estrujen su creatividad y su cerebro para desarrollar sus habilidades y reputación en dicho medio es, en realidad, algo de una importancia mucho mayor que el hecho en sí.

Tomados aisladamente, los experimentos de Tiempo-BBDO para clientes como la MTV o SinExcusas2015 no son algo aparentemente digno de ser tenido en cuenta. El primero parece una simple pataleta de agencia, un anuncio que, de hecho, el cliente ni siquiera llegó a pagar, y que salió a la luz como un "regalo", una apuesta, un capricho de bajo presupuesto. El segundo, de hecho, podría, a los ojos de cualquier analista, parecer precisamente un intento de comunicar con poco dinero, de ahorrar presupuesto para un cliente de tipo ONG, que no suelen habitualmente nadar en la abundancia, y que por eso optaron por el medio Internet, esa "hermana pobre y fea de la televisión". Pero no, no es así. Si lo ve así, acerque a la óptica esas gafas de analista miope: está dejando de ver no lo que tiene debajo de la nariz, sino lo que llaman los americanos la big picture, el escenario global. Para recuperar la perspectiva y dar a las cosas la importancia que tienen necesitará subirse a un helicóptero y sobrevolar desde lo alto su campo de maíz: sólo en ese momento se dará cuenta de que esas aparentemente caprichosas calvas sin sentido que percibía desde abajo eran en realidad un impresionante dibujo, una enorme señal.

La señal viene a decirle que lo que usted creía saber sobre marketing y publicidad ha pasado de moda. Que ese medio estrella que usted creía conocer, la televisión, es ahora un carísimo capricho que le proporciona un reach normalmente muy bajo, con una atención y absorción casi nula y, además, de unos espectadores con unos demográficos cada día menos interesantes. La televisión se ha metido ella solita en un laberinto del que no puede salir: primero, una oferta progresivamente mayor de canales la llevó a perder, hace ya muchos años, el denominado "efecto máquina de café" o "watercooler effect", ese que hacía que pudiésemos llegar al trabajo y comentar lo que habíamos visto la noche anterior con cualquiera, en la seguridad de que él o ella también lo habían visto. Para ser líder de audiencia hoy, en realidad, basta una parte minúscula de lo que había que tener para serlo hace algunos años: donde I Love Lucy fue capaz de congregar al 68% de los norteamericanos alrededor de un mismo contenido, CSI fue líder con un modesto 25% en sus más inspirados momentos.

Por otro lado, esa audiencia repartida y, por tanto, más difícil de alcanzar, se empobrece: un perverso efecto lleva a los productores de contenidos a rivalizar cada vez más en el escándalo, el amarillismo y la baja calidad para mantener a unos espectadores pegados al tubo catódico y mantener conectada la sonda alimenticia que porta la necesaria publicidad, pero es precisamente el uso de esa estrategia cortoplacista la que hace que los que permanezcan delante del aparato sean, precisamente, los que aprecian ese tipo de contenido con frecuencia vulgar y chabacano, y que no suponen precisamente el mejor, más apetecible o más descremado de los demográficos. El target televisivo se empobrece cada día más, se autosegmenta, y empieza únicamente a tener sentido para quien oferta créditos sin garantías o productos para la incontinencia urinaria femenina. Mientras tanto, la crème de la crème del mercado abandona la televisión convencional y se va a ver otro canal, que permanece además completamente virgen a los esfuerzos de los anunciantes: tele-Mula o tele-Torrent, la forma de ver lo que quieres, a la hora que quieres, y sin que los anuncios te interrumpan cada dos por tres. En televisión, la audiencia maneja ahora el mando mucho más que nunca.

En Internet, el control del mensaje es muy superior, las posibilidades tecnológicas y de interactividad son muchísimo más amplias, el mensaje puede hacerse llegar de manera más respetuosa, menos intrusiva, y además, el público alcanzado resulta ser mucho más selecto. Si lo piensa, prácticamente cualquier periódico importante lo es mucho, muchísimo más en la red que en su versión papel, tanto en número de lectores como en las características de los mismos. ¿Qué sentido tiene, entonces, que la publicidad siga dirigiéndose a los ejemplares impresos sobre primitivos pedazos de árboles muertos, en lugar de dirigirse a un medio objetivamente superior? En realidad, tanto anunciantes como soportes saben que la situación actual es una mera transición entre dos mundos. Ningún anunciante en su sano juicio se empeñará en mantener su presupuesto publicitario en medios que le ofrecen menos control, menos retroinformación y un público mucho menos interesante.

El verdadero futuro de Internet empieza ahora, cuando los anunciantes vean lo que hasta ahora eran meras señales, y se asomen a la realidad. Estudie las señales en el campo de maíz: todo lo que creía saber sobre asignación de presupuestos publicitarios está empezando a cambiar.

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