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Serafín Fanjul

¡Qué sabrosa la jequesa!

las feministas progresistas socialistas y nada españolistas aplaudiendo con las orejas a tan distinguida dama. Mientras, Zerolo palmea a los ayatollahs iraníes por su buen hacer con sus compadres de por allá.

"Más que alianzas de civilizaciones, debemos promover alianzas de civilizados", sentenció educadamente Tony Blair cuando le preguntaron por la ocurrencia de nuestro Rodríguez de turno. Y es que en España siempre disfrutamos de una calamidad con patas para arruinar a la nación, empezando por nuestros bolsillos. Se ha especulado sobre el coste del llamado Foro de la Alianza de Civilizaciones, celebrado en Madrid los días 15 y 16 pasados, y las estimaciones oscilan entre los 3 millones de euros reconocidos por el gobierno y los 9 apuntados por la prensa sobre datos concretos. En cualquier caso, mucho dinero para pasear por el mundo a maoríes, boy scouts y ministros de países de tercera fila. Y todo para que el responsable visible, el empecatado Moratinos, termine aclarando que no era una "conferencia política": ¿Pues qué era, entonces? Si hubieran venido mandatarios de primera a debatir y aprobar asuntos y resoluciones de primera ¿se podría considerar una reunión política? ¿Qué pintaban, pues, en semejante cónclave el presidente del gobierno, la vicepresidenta y el ministro de Exteriores? ¿Así dilapidan su tiempo y nuestros cuartos? ¿Reuniéndose para cantar el corro de la patata en alegre guateque con algunos de los más repelentes tiranos y bárbaros del mundo?

El objetivo de los turcos está claro: publicitar su candidatura para entrar en la UE y parasitarla a perpetuidad, mientras la organización europea pudiera sobrevivir a tan rudo comensal; la meta de los países musulmanes, más o menos representados en el evento, también (insistir en la exhibición de su victimismo y proclamar por enésima vez sus conmovedores deseos de paz, de continuo frustrados por la perfidia occidental); la finalidad de cuanto maorí o asimilado anda suelto por el planeta no era menos diáfana (darse un garbeo de gañote, ahora que suben los precios de los pasajes); y el móvil de Rodríguez, inocultable (simular una política exterior, aunque luego viene el cenizo de su canciller y le estropea el pasodoble). En este bosque de satisfechos viajeros y anfitriones sólo desentona la pregunta ¿Y qué obtiene España de todo esto? Descartada la relevancia política –el pánfilo dixit– por no ser una reunión de ese género, ¿qué sacamos nosotros del festejo, aparte de correr con los gastos?

Por lo general, me resisto a escribir en serio acerca de la Alianza de Civilizaciones porque me pone de mal humor y sólo faltaría que personajes tan cómicos como Moratinos o tan torvos como Rodríguez me echasen a perder la tarde. Sin embargo, la realidad de los hechos, evidentes por inmediatos, me atenazan entre la risa y la ira: en cuanto entran en contacto real la policía española y los matones turcos, ya está el conflicto –toma alianzas, Jeroma– por la costumbre de éstos de vivir y actuar con arreglo a las más estrictas normas del despotismo oriental, desde el tiempo de Asurbanípal; el anuncio de coproducciones cinematográficas no es menos divertido (realizar películas en que aparezca el moro bueno y de bueno); ni le va a la zaga la propuesta de meter mano a la enseñanza y a los medios de comunicación –todavía más– para que difundan el espejismo de los valores del Islam, olvidando aquello de que por la boca muere el pez. Y así. Ya veo a la tribu de los peliculeros locales poniendo el cazo, aunque sea en inequívoca postura de mirar para La Meca. Las pelas son las pelas.

Sobre nosotros se ciernen inexorables nubarrones socialistas, otro arreglito al corpiño de la memoria histórica: Granada sólo sucumbió por la traición de un judío y dada la bonhomía aliada civilizatoria de los moros; Cervantes pidió encarecidamente una beca de estudios en Argel para cursar un Master en Islamología –como ya barruntaba Goytisolo– y el bey, generoso, se la concedió; al fin triunfará, justiciera, la tesis de Olagüe, también aireada por Blas Infante y los españoles –acabáramos– por fin sabremos que no hubo conquista musulmana, sino adhesión gozosa de los hispanogodos, con palmas y olivos, que se liberaban de tal suerte del yugo colonialista padecido a manos de los germanos como, antes, de los romanos. Se me vienen a las mientes muchos más episodios de nuestra historia que mostrarán su auténtico rostro, su prístina verdad, no esas paparruchas que nos contaron: En Monte Arruit, los vesánicos celtíberos pasarán a cuchillo a la pacífica guarnición de rifeños; y se destapará el pastel de la Matanza del Arrabal cordobés, obra de Alfonso II el Casto que merodeaba por el alfoz, y no del difamado al-Hakam I; y estaremos al cabo de la calle de cómo el vengativo Omar ibn Hafsun, secretamente cristianado, hizo desenterrar el cadáver de Abderrahmán III y crucificarlo en la puerta de as-Sudda, entre un perro y un cerdo. La fértil imaginación, en simbiosis con la búsqueda de la verdad, de nuestros cineastas aportará maravillas. No les quepa duda. Y tampoco del engorde de sus cuentas corrientes, entre un bramido incesante –de Algeciras a Cangas de Narcea– de pancartas y bardemes "Aznar asesino". Y es que no hay nada como la memoria histórica combinada con la justicia y la fraternidad entre los pueblos.

Y llegamos a la jequesa. La primera pregunta es a quién se le ha ocurrido fabricar semejante neologismo. Y me temo saberlo: tal vez al mismo, o a la misma, que parió lo de "Casa Árabe" (sic), sin artículo, titulando al organismo, más bien cancerígeno, como si fuera una mala traducción del inglés, amén de llevar un nombre que excluye a España, cuando somos nosotros quien lo pagamos. Vierten el árabe shayja (femenio de shayj) como si esta señora detentase algún poder ejecutivo, cuando la realidad se reduce a ser la segunda esposa (y favorita, recalcan los paletos de la prensa española, obnubilados ante la pasta de que parece disponer la prójima) del emir de Qatar. Es decir, las feministas progresistas socialistas y nada españolistas aplaudiendo con las orejas a tan distinguida dama, que gasta en cosméticos más que Gómez Bermúdez en crecepelos. Mientras, Zerolo palmea a los ayatollahs iraníes por su buen hacer con sus compadres de por allá.

Todo encaja como un guante, pero no negaremos que la llamada jequesa tiene cierta vistosidad, por tanto glosando aquella lírica casida de "Qué chabrocha la chevecha/que che chube a la cabecha", terminaremos cantando el himno de la Alianza de Civilizaciones –éste sí que Nemine discrepante– : "¡Qué chabrocha la chechesa/que becha a Mari Cheresa,/anda, chava, chube y becha/a echa chía Qatarecha..." Y así.

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