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Amando de Miguel

La Constitución de la Purísima

Llevaban muchos meses de 1978 tratando los tribunos de alcanzar el famoso consenso para dar lustre al texto constitucional. Se aproximaba la fecha límite de la Purísima (8 de diciembre) y antes tenía que estar promulgada la Constitución. Así que, tras arduos lucimientos de elocuencia parlamentaria, los padres conscriptos pensaron que "si sale con barbas, San Antón; y si no, la Purísima Concepción". Desde luego, el texto no es precisamente un modelo de lenguaje. Hay demasiadas copulativas, lo que indica el esfuerzo del consenso. Algo se consiguió; por lo menos es un texto que ha durado una generación (30 años), que es el lapso que separa la edad de los padres de la de los hijos. Es la única Constitución española que ha durado 30 años sin ningún magnicidio.

La Constitución de 1812 fue "la Pepa" (porque se promulgó el 19 de marzo); la de 1868 "La Gorda" (por la que se armó) y la de 1978 "la Purísima" (porque pretendió quitar la mancha de la última guerra civil).

Lo malo fue que "con tan grande polvareda perdimos a don Beltrane". Quiero decir, que los padres de la patria, obsesionados por introducir en el consenso a los nacionalistas, les concedieron demasiados privilegios, entre ellos el de una ley electoral hecha a su medida. Vano intento. Cada vez hay más nacionalistas que no se sienten españoles. Sin embargo, sin ellos no hay Gobiernos; estupenda paradoja.

A lo anterior se añade un error económico de bulto. El invento del Estado de las Autonomías cuesta muy caro, a lo que debe sumarse el coste de la incorporación a la Unión Europea. La mayor parte del presupuesto de la Unión Europea se va en traducciones y en subvenciones. Pero ¿será por dinero?

El error político más grave es que, junto a la Constitución, no ha logrado cristalizar un Tribunal Constitucional verdaderamente independiente y con empaque. Como suele decir con sorna granaína Manuel Jiménez de Parga, ¿qué se puede decir de un edificio del Tribunal Constitucional que no tiene escalinata?

La ausencia de un verdadero Tribunal Constitucional ha hecho que vuelva a salir la mancha de la guerra civil. No otra cosa es esa obsesión que les ha entrado a algunos psicópatas por desenterrar los fusilados por uno de los dos bandos. Hay un juez justiciero que daría media vida por ser fotografiado por Avalon sosteniendo la calavera de García Lorca cual nuevo príncipe de Dinamarca.

Más grave es reverdecer el espíritu sectario que precipitó la guerra civil con la posición antirreligiosa. Se dijo en 1936: "hay que arrancar los crucifijos de las escuelas". Menos mal que la pretensión hoy resulta estúpida. Primero porque la Constitución no declara un "Estado aconfesional", a pesar de lo que digan algunos intérpretes con manifiesta nesciencia. La Constitución dice que "ninguna confesión religiosa tendrá carácter estatal", que es como asegurar que no hay una Iglesia establecida; como la hay, por ejemplo, en el caso del Reino Unido. Pero añade: "los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones". ¿Alguien puede pretender que quitar los crucifijos y la Religión de las escuelas es "cooperar con la Iglesia Católica"?

Bien, se puede pretender eliminar los símbolos cristianos de la sociedad española, pero habría que convertir las catedrales en discotecas y habría que suprimir los domingos y las fiestas. Más peliagudo sería borrar del idioma español las trazas de cristianismo. ¿Qué haríamos con los nombres propios, casi todos ellos de santos o de personajes bíblicos?

Decididamente, la Constitución nos ha salido con barbas y es más bien San Antón.

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