No se trata, al menos no es mi pretensión, de comenzar una guerra de cifras acerca del llamado seguimiento de la huelga. Pero estoy en contra de expresiones que suponen una afrenta para el lenguaje y un fraude para quien en él confía.
Por ello, de la huelga general me importa poco la cifra, ya se sabía que iba a ser un estrepitoso fracaso; lo que sí me importa, y mucho, es el seguimiento como conducta humana. Seguimiento, por ejemplo, era lo que hacían los ratones con el flautista de Hamelín. Bien es verdad que éste pretendía, como Méndez, Toxo y el PSOE, que los ratones dejaran de roer. Sin embargo, los llamados seguidores de la huelga general, más que a los ratones de Hamelín, se asemejan a los esclavos seguidores del Faraón, que si lo seguían era como resultado de contundentes latigazos.
No creo descubrir nada si digo que, para seguir, se requiere voluntad, y ésta no existió en Egipto ni en la huelga de este miércoles; bueno, tampoco en las otras. Se sigue a un líder, a alguien a quien se admira, en quien se confía, por eso uno desea seguirle, sin que importe el destino final. Nada más lejos de este perfil que los personajes que convocaron al esperpento del 14-N.
La agresividad es coacción, y si por ella no puedo trabajar, lo que no puede decirse es que sigo una huelga. Cuando por coacción me obligan a cerrar mi tienda, no estoy siguiendo la huelga, sino siendo víctima de ella. Pero la izquierda de lo que sabe es de fuerza y de coacción. Sus ideólogos nunca hablaron de democracia, sino de dictadura del proletariado, después de haber asesinado a no pocos.
Esta huelga general ha sido una irresponsable atrocidad. Pero mayor lo será si la economía no utiliza los resortes que le son propios.
Por ejemplo, todo precio pagado debe corresponder a algo aportado. Así, el salario sólo es el precio del trabajo realizado, y no del trabajo por realizar, de la holganza. Cuando una empresa, pongamos que Renfe, pacta reducir el servicio de transporte en un 85%, ¿qué pasa con el salario de esos trabajadores? Si los paga la empresa, mal, porque desincentiva el trabajo, encarece la producción y trata injustamente al 15% que sí ha trabajado. Y si nadie los paga, ¿no llegarán a comerse a quienes les impidieron trabajar? Unos parlamentarios, arrepentidos de serlo, se lanzaron a la huelga, pero ya nos han dicho que percibirán la remuneración que les corresponde, también, cuando no trabajan.
No se puede, o no se debe, pagar un salario para que piqueteen, ni cabe asignar presupuesto del sector público para organizar huelgas generales. Es como el cornudo que, además, pone la cama.
Esta es nuestra España, una España enferma, a la que después molesta que se hable de la doble Europa.