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Cristina Losada

El Papa de la razón y el circo de ultras y progres

Seguramente ha sido el Pontífice de nuestro tiempo que afrontó con mayor bagaje intelectual los problemas cruciales de la Modernidad.

Seguramente ha sido el Pontífice de nuestro tiempo que afrontó con mayor bagaje intelectual los problemas cruciales de la Modernidad.

Recuerdo como si hubiera sido ayer la elección del cardenal Ratzinger como Papa. La recuerdo por la perplejidad que me causó cierto ridículo espectáculo, que está a punto de regresar a escena, si no lo ha hecho ya. No me refiero al procedimiento tradicional de elección del Pontífice, sino a otra tradición mucho más reciente, por lo que no merece ese nombre salvo tocado de ironía. Es la costumbre que tienen sectores ajenos y, en muchos casos, hostiles a la Iglesia de tomar la elección del Papa por una competición entre ideologías como la que libran los partidos políticos. Esto llega al punto irrisorio de que se implican en la batalla y apuestan, naturalmente, por el candidato progresista frente al ultraconservador: nunca son sólo conservadores. En fin. Fue por esas gentes, tan distantes de la Iglesia como obsesionadas con ella, que hace siete años tuve noticia de que el cardenal Ratzinger era de los ultras, y es por el mismo conducto que recibo ahora que son los ultras los que han acabado con él. Hombre, al menos, aclárense.

La costumbre y la obsesión se encuadran en la singular reclamación a la Iglesia de que se adapte a los tiempos modernos, a los rasgos dominantes en la sociedad. La exigencia se acompaña de una proyección catastrófica: si no se adapta, sucumbirá. Quieren, así, los sedicentes progresistas que la Iglesia, como ha dicho aquí Cayo Lara, se someta a "un buen repaso por la democracia y la igualdad", lo cual se concretaría, por ejemplo, en la ordenación de mujeres, en aceptar los anticonceptivos y, por qué no, el aborto, en que el Papa saliera de unas primarias o una asamblea global y, ya puestos, en que reconociera la inexistencia de Dios. Es sorprendente –y enternecedor– que el futuro de la Iglesia preocupe tanto a quienes desean su fin, pero igual lo es reclamar la adaptación de una institución que atesora alguna experiencia en esa materia: ¡ha durado dos mil años! Bien mirada, esa inquietud por las vicisitudes de la Iglesia viene a ser un reconocimiento implícito de su influencia.

Que otros decidan si Benedicto XVI fue ultra o progre. La cuestión tiene mucho menos interés que el pensamiento de este Papa que se va. Seguramente ha sido el Pontífice de nuestro tiempo que afrontó con mayor bagaje intelectual los problemas cruciales de la Modernidad. No rehuyó abordar la crisis del cristianismo, y lo hizo a la luz de los desafíos planteado por la filosofía y la ciencia. Frente a la inclinación a situar la religión en una esfera separada de la razón, Benedicto XVI arguyó por el acercamiento de la razón y la religión y vio el cristianismo como una síntesis de la fe y la razón. En un libro altamente recomendable de Antony Flew (Dios existe. Cómo cambió de opinión el ateo más famoso del mundo, 2012), el filósofo británico decía que ninguna otra religión como el cristianismo "posee la combinación de una figura carismática como Jesucristo y un intelectual de primera clase como San Pablo". Mutatis mutandis, la Iglesia católica ha tenido en las últimas décadas un Papa carismático como Juan Pablo II y un intelectual de primera como Benedicto XVI. Parece que acierta en la elección.

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