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Gran expectación

La Iglesia, que nunca ha dejado de crecer, evolucionar y reformarse, se enfrenta a una situación de la que seguramente saldrá reforzada.

Pocos acontecimientos eclesiales poseen un atractivo tan marcado como los cónclaves. Roma, siempre noticia por un motivo u otro, se convierte por unos días en el centro de atención mundial. La elección de un nuevo papa suscita el interés de todos, ya sean creyentes o no. A la importancia del nombramiento se une el modo en que se desarrolla.

Del proceso de elección de un nuevo pontífice, el cónclave es, en efecto, el momento que provoca mayor expectación. Las congregaciones que lo preceden son fundamentales para el éxito del mismo, los cardenales electores no votan a ciegas, lo hacen con conocimiento de causa, y así lo demuestra el acierto que han demostrado en la elección de los últimos papas.

Ayer, recién llegado a Roma, pude bajar a la Plaza de San Pedro para asistir a la primera de las fumatas de este segundo cónclave del siglo XXI. La expectación ahora es mucho mayor que hace ocho años. La situación es bien diferente. Este cónclave tiene algo de especial, no sucede a la muerte sino a la renuncia de un papa, algo completamente inusual. En aquella ocasión, el interés era consecuencia de la novedad, pues la elección de Juan Pablo II quedaba muy lejos en el tiempo. Existía, además, un claro favorito, que resultó finalmente elegido.

La Iglesia, que nunca ha dejado de crecer, evolucionar y reformarse, se enfrenta a una situación de la que seguramente saldrá reforzada. El papado, tras la renuncia de Benedicto XVI, experimentará un cambio que no podrá ser obviado ni por su sucesor ni por el resto de quienes componen la Iglesia. No cambiará su esencia pero sí su ejercicio. Recuerdo que hace ocho años, cuando murió Juan Pablo II, la sensación que se percibía en la Plaza de San Pedro –y que desde allí se transmitió al resto del mundo– era del todo anómala. La razonable tristeza por la muerte del papa se vio absurdamente alterada por las exageraciones de algunos grupos eclesiales –aquellos que acuñaron el peligroso santo subito–, más papólatras que cristianos. Benedicto XVI, como buen teólogo, mostró desde el principio –un simple y humilde trabajador de la viña del Señor– hasta el final –siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya– quién es el centro y la razón de la Iglesia: Cristo, no su vicario en la Tierra. El debido respeto y la lógica reverencia hacia el obispo de Roma no deberán superar los límites que indica la eclesiología del Vaticano II, especialmente en el capítulo tercero de la constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium. Entiéndase, por tanto, que no se trata ni de humanizar ni de divinizar el papado, sino de situarlo en el ámbito que le corresponde: ha de ser cabeza del colegio o cuerpo de los obispos. Los pontificados, más o menos significativos e importantes, se circunscriben a un momento determinado de la historia; la Iglesia permanece.

Una de las grandes herencias que deja el pontificado de Benedicto XVI es su magisterio, más teológico que mediático, y su forma de entender el gobierno de la Iglesia. El nuevo papa, que indiscutiblemente deberá actuar sin condicionamientos, no podrá, sin embargo, obviar el recado que deja su predecesor. Un mensaje que no se queda reducido a bellas palabras en documentos poco leídos sino que se traduce en hechos.

Ahora, en estos momentos de espera, sólo queda pedir a quien constituye el centro y la razón de ser de la Iglesia, aquel que nunca la ha dejado de dirigir, que ilumine a quienes tienen la responsabilidad de indicar quién ha de suceder a Pedro como pastor supremo del pueblo de Dios.

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