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Cristina Losada

¿Derecho al olvido o derecho a esconder?

Con esta sentencia europea no estamos ante un derecho al olvido sino ante un derecho a esconder mejor ciertos datos.

Con esta sentencia europea no estamos ante un derecho al olvido sino ante un derecho a esconder mejor ciertos datos.

Es incontestable que la vida privada ha de estar protegida de exposiciones no deseadas en internet. Cualquiera debe poder eliminar de la Red datos personales que no quiera que estén accesibles al público. Cualquiera salvo las figuras públicas, que ése es otro vidrioso asunto. Sea como fuere, lo antes dicho parece de cajón, pero ahí se acaban las certezas y empiezan las dudas, dudas que no resuelve la sentencia del Tribunal Europeo que consagra el denominado derecho al olvido.

Ya es discutible que la decisión del tribunal se limite a la protección de la vida privada de las personas. De hecho, el dictamen surge a raíz de un caso, el del abogado Mario Costeja, relacionado con su actividad profesional. En los años noventa fue objeto de un embargo por deudas a la Seguridad Social, que se anunció, como suele hacerse, en un periódico, La Vanguardia. Cuando tecleaba en Google su nombre, aparecía de forma destacada aquel anuncio y eso le perjudicaba profesionalmente. Consideró que al ser un asunto antiguo y solventado, aquel fantasma del pasado no debía continuar reapareciendo y manchando su reputación.

Se entiende bien que uno desee borrar viejos errores o incidentes de su historial profesional, pero ¿forma parte de la esfera privada y ha de permanecer oculto que un abogado sufriera un embargo, que un médico hubiera de pagar una indemnización a un paciente o que un promotor inmobiliario fuera condenado por fraude? En el Financial Times, John Gapper, en un comentario muy crítico con la sentencia, ponía ese último caso como ejemplo. Tenía intención de comprarle una casa a un promotor y empezó a sentir desconfianza, así que lo buscó en Google y encontró que había sido condenado por fraude diez años antes. La sentencia europea ampararía al promotor a la hora de impedir que ese dato saliera en la búsqueda, y de paso le hurtaría una información relevante a la persona que va a firmar un contrato con él.

En el New York Times, Jonathan Zittrain, profesor en Harvard y autor de The Future of the Internet. And How to Stop It, sostenía que la sentencia era, a la vez, demasiado amplia y extrañamente estrecha. De un lado permite vetar el acceso a datos que figuran en documentos públicos, lo que equivale a una forma de censura. Del otro, admite que esos datos no desaparezcan de la Red. Es decir, y este es tal vez el punto más absurdo del dictamen, la información no deseada permanece en internet, pero el acceso a ella se dificulta. Información, subrayemos, es información: ni falsa ni incorrecta. Por eso no se requiere su borrado en origen o su rectificación.

En puridad, con esta sentencia europea no estamos ante un derecho al olvido sino ante un derecho a esconder mejor ciertos datos. Habrá que hilar muy fino, ¡caso por caso!, para establecer hasta qué punto esa protección es legítima y no desprotege a otros.

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