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Javier Arias Borque

Bangui, ¿el nuevo Black Hawk derribado?

Cuando el enemigo lleva un cóctel explosivo fruto del alcohol, drogas y creencias en amuletos que les hacen invencibles la situación puede ser crítica

Aterrizar en cualquier aeropuerto de un país en pleno conflicto bélico siempre deja algún recuerdo grabado en la mente. Si en Kabul sobrecoge la impresionante imagen de la cordillera Hindu Kush que rodea la ciudad, o en Qala I Now el aterrizaje casi vertical para estar a tiro de talibán el menor tiempo posible, cuando uno llega al aeropuerto de Bangui, la capital de República Centroafricana, lo que queda en la mente es el enorme campo de desplazados que se introduce casi en la propia pista de aterrizaje.

Pese a que descender de un avión con aire acondicionado para salir a una ciudad con una temperatura cercana a los 30 grados a mediodía, y con unos porcentajes de humedad del 70-80 por ciento, es una bofetada al cuerpo de proporciones bíblicas, la marea de chabolas y asentamientos improvisados del campo de refugiados impide olvidar que se acaba de llegar a un país donde ha habido prácticamente un genocidio, donde nadie es capaz de cuantificar el número de muertos en el último año y donde uno de cada cuatro habitantes ha abandonado su hogar por miedo a ser asesinado.

Para intentar poner orden en semejante desaguisado, varias misiones internacionales están ya en la zona. El grueso de la operación lo llevan más de 2.000 militares franceses. Junto a ellos, además de georgionos, estones, polacos o finlandeses, hay un centenar de militares españoles. Son la crème de la crème, efectivos del Grupo de Operaciones Especiales (GOE) del Ejército de Tierra y de los Grupos de Acción Rural (GAR) de la Guardia Civil, élite militar para intentar poner orden en un país en el que ni siquiera están controlados todos los distritos de la capital.

Los militares y guardias civiles españoles apenas llevan unas semanas en el país y ya han realizado sus primeras misiones. Saben que lo difícil todavía está por llegar y que la situación se puede complicar muchísimo. Junto al aeropuerto de Bangui-M´Poko, donde tienen su campamento provisional, escuchan por las noches los ataques y enfrentamientos que se producen en la línea no habitada que separa los distritos 3 y 5 de la ciudad, adyacentes al propio aeropuerto. Allí casi no hay día que los 'selekas' musulmanes y los 'antibalakas' cristianos no se aticen al anochecer. Cuando no lo hacen, es porque se están atizando selekas contra selekas o antibalakas contra antibalakas.

El punto de inflexión será cuando los agentes del GAR, junto a los de la Gendarmería francesa o la Żandarmeria Wojskowa polaca tengan que bajar a los distritos 3 y 5 para desarmar a selekas y balakas. Los primeros, financiados por una parte de la sociedad musulmana acaudalada del país, están acantonados en tres bases armadas hasta los dientes, y la inteligencia francesa todavía no sabe quién les suministra el armamento. Los segundos, que se financian a través del robo y el pillaje, cuentan con las simpatías de la población cristiana, mayoritaria en la capital y en todo el país.

No habían atacado a las tropas internacionales hasta hoy. Los militares españoles destinados allí saben que este momento puede ser clave en el devenir de la misión. El momento en que unos u otros o los dos se pueden volver contra los militares que pretenden imponer la paz en el país. Y cuando el enemigo lleva un cóctel explosivo fruto del alcohol (licor de banana, normalmente), drogas locales y extrañas creencias en amuletos que les hacen invencibles, la situación se puede volver crítica.

Alguno de esos militares llegó a utilizar en una conversación informal una expresión muy clara de cómo se podía poner la situación: 'Puede ser como Moja en el 93'. La alusión era clara: la batalla de Mogadiscio (Somalia), una de las mayores derrotas militares de las tropas norteamericanas desde la Guerra de Vietnam y una de las batallas urbanas más sangrientas de las últimas décadas tras la toma de Faluya (Irak) en 2004. Una batalla que ha marcado el destino de Somalia durante los siguientes veinte años.

Tras la caída del dictador Siad Barre en 1991, en el país se vivió una guerra civil entre Señores de la Guerra mientras Naciones Unidas intentaba repartir alimentos a una población que se moría de hambre. Cuando los Señores de la Guerra empezaron a apresar la ayuda humanitaria para comerciar con ella y a disparar a la población civil que intentaba acceder a la misma, la ONU puso en marcha la misión "Restablecer la esperanza", con la llegada de diversas tropas internacionales que intentasen asegurar el acceso de la población a la ayuda.

El 3 de octubre de 1993, militares de operaciones especiales del Ejército de Estados Unidos (Delta Force y Rangers) diseñaron una operación para apresar a uno de los señores de la guerra más poderosos, Mohamed Farrah Aidid, que se reunía junto a sus lugartenientes en las cercanías del Mercado de Bakara, en el distrito Negro de Mogadiscio, un área no controlado por las tropas internacionales. La operación fue un desastre, dos helicópteros fueron derribados y lo que iba a ser una operación militar quirúrgica se convirtió en una batalla que duró hasta el día siguiente.

El resultado fueron 20 militares internacionales muertos (17 norteamericanos y 1 malayo); 82 heridos (73 norteamericanos, 7 malayos y 2 paquistaníes) y un piloto norteamericano capturado (liberado tras once días de cautiverio). Las estimaciones dicen que hubo entre 300 y 500 milicianos y civiles somalíes muertos y cerca de 3.000 heridos. La batalla quedó recogida en dos libros: In The Company Of Heroes de Michael J. Durant (el piloto que fue derribado y capturado) y Black Hawk Down: A Story of Modern War de Mark Bowden (fue llevado al cine por Ridley Scott en 2002).

Tras ese desastre militar, que llegó a las portadas de medio mundo por una fotografía de milicianos somalíes arrastrando el cadáver de un soldado norteamericano (la imagen ganó el Premio Pulitzer en 1994), las tropas internacionales abandonaron el país a su suerte en 1994, con lo que Somalia se convirtió en el Estado todavía fallido que es hoy en día. Un año después, en 1995, ningún país quiso intervenir para frenar el genocidio de Ruanda y Burundi. Nadie quiso que sus tropas fueran protagonista de otra fotografía similar. Tampoco en las masacres en la República Democrática del Congo.

La ausencia total de cultura de Defensa en la gran mayoría de las sociedades occidentales, acostumbradas a contemplar el uso de la fuerza como algo negativo y poco conscientes de la importancia de la seguridad y la capacidad de disuasión de un país en su desarrollo económico, así como de la importancia de frenar el contagio de la inestabilidad política antes de que llegue a las puertas de tu propio país, puede ser clave en República Centroafricana si la misión termina convirtiéndose en una pesadilla para las fuerzas internacionales, en función de cómo acepten o no las partes en conflicto el intento de desarme.

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