Muy claramente lo expresó Pérez Galdós a través de un Gabriel de Araceli abochornado por el comportamiento de la turba en el motín de Aranjuez:
Era aquélla la primera vez que veía al pueblo haciendo justicia por sí mismo, y desde entonces le aborrezco como juez.
Porque las masas, volubles e irracionales por definición, lo mismo se apuntan un día a alabar una causa política que a defenestrarla al día siguiente. Y en ambos casos con el mismo entusiasmo irresponsable. Y también en ambos casos, como asimismo advirtió Galdós, con "su manubrio interior manejado por manos más expertas que las del vulgo".
La historia está repleta de estos entusiasmos, pues las masas, en cualquier época y lugar, no se caracterizan precisamente por su inclinación a reflexionar, sino por moverse a golpe de impulsos y pasiones, y de éstas, la más fácil de agitar es la patriótica.
Por ejemplo, los alemanes de 1887 sufrieron un repentino arrebato en defensa de una isla de Samoa que un par de buques de su armada se encontraban disputando en aquellos días, sin disparar un tiro, simplemente con su presencia, a unos contrincantes yanquis con los mismos deseos expansionistas (los amantes de R. L. Stevenson probablemente recuerden el asunto). Así lo describió el diplomático alemán Hermann von Eckardstein:
Aun cuando la gran mayoría de nuestros políticos tabernarios no sabía si Samoa era un pez, un ave o una reina extranjera, todos se desgañitaban gritando que, fuese lo que fuese, era alemana y debía seguir siendo por siempre alemana.
Los tudescos, sin embargo, no se pasaron de originales, pues habían aprendido de buenos maestros: unos españoles que, tan solo dos años antes, en 1885, habían organizado una todavía más gorda por otro archipiélago del Pacífico: las Islas Carolinas. Descubiertas en 1526, España prácticamente ni las ocupó. Pero cuando Bismarck pretendió anexionárselas por considerarlas res nullius, el pueblo español, que ni hubiera sabido ubicarlas en un mapa ni había oído hablar de ellas, estalló de patriótica indignación. La región que más se destacó fue –tómese nota– Cataluña. Se convocó en Barcelona una gran manifestación y más de cien mil barceloneses llenaron los balcones y las calles de banderas españolas, escarapelas rojigualdas y estandartes con el lema "Viva la integridad de la Patria". En La Vanguardia se aseguró:
ante esta horrible mancha a nuestra altivez, a nuestra honra; ante esta cruenta herida hecha a nuestro honor nacional, no hay partidos políticos: sólo hay españoles, cuyo corazón late al unísono para demostrar a Alemania que no en vano se ataca a un pueblo de fiereza innata como el nuestro (...) Cuando se infiere un agravio a España, nos levantamos airados. El grito está dado; toda España despierta; Barcelona cumplirá también su cometido. Barcelona no debe contentarse en quejas y amenazas estériles: podemos causar profunda herida a los germanos. Pues seamos inexorables contra quien atente a nuestra integridad nacional. El pueblo barcelonés así lo espera. El león español ruge de ira. A esa osadía desvergonzada contestemos nosotros cerrándole el comercio al grito de ¡Viva España! ¡Viva la integridad nacional!
Y al día siguiente de la gran manifestación exclamaba el editorialista de La Vanguardia:
¡Aún hay patria, aún hay patria! Nuestro entusiasmo justifica la exclamación con que damos comienzo a esta reseña; porque creíamos que el acto de ayer sería brillante, sería imponente, pero jamás hubiéramos imaginado tanta majestuosidad, tanta grandeza. Sí, aún tenemos patria; aún España puede ser una gran nación. Aún no hay país alguno que nos aventaje en patriotismo.
Regresemos a Alemania y avancemos medio siglo. Pues en su extraordinario relato (El tiempo de los regalos) de la caminata que en 1934 le llevó de Holanda a Constantinopla, Patrick Leigh Fermor mantuvo una interesante conversación sobre el reciente ascenso de Hitler al poder. Esto fue lo que le explicó su joven interlocutor sobre la propaganda nacionalsocialista que acumulaba en su habitación:
–Mensch! ¡Si lo hubieras visto el año pasado! ¡Te habrías reído! Entonces todo eran banderas rojas, estrellas, hoces y martillos, fotos de Lenin, Stalin y ¡Trabajadores del mundo, uníos! ¡Daba un coscorrón a cualquiera que cantara el Horst Wessel Lied! ¡Entonces no toleraba más canciones que Bandera Roja y La Internacional! ¡No sólo era socialista, sino comunista, un verdadero bolchevique! ¡Tendrías que haberme visto! ¡Las peleas callejeras! Zurrábamos a los nazis, y ellos a nosotros. Nos mondábamos de risa... Entonces, de repente, cuando Hitler llegó al poder, comprendí que todo eso eran tonterías y mentiras, me di cuenta de que Adolf era mi hombre. ¡De repente! ¡Y aquí me tienes! ¡Y también mis antiguos compañeros cambiaron! ¡Cada uno de ellos! Ahora todos son de la SA. ¡Millones! ¡Créeme, me sorprendió la facilidad con la que todo el mundo cambió de bando!
De vuelta en España, y avanzando algunas décadas más, retamos desde aquí a los separatistas catalanes a que echen un vistazo a la prensa de la época –hoy tan fácil de encontrar en internet, al igual que el Nodo– sobre las catorce visitas que hizo Franco a Cataluña a lo largo de cuatro décadas, caracterizadas todas ellas por los cientos de miles de catalanes que abarrotaban las calles para aclamarle. Y no precisamente obligados a culatazos por la Guardia Civil.
Ahora sus hijos y nietos han sido programados para entusiasmarse en dirección contraria, y el nuevo ideal patrio se resume en el Espanya ens roba por el que todo el rebaño, marcado a fuego con la estelada de la ganadería, ha de estar presto a embestir, bramar, desfilar, insultar, acusar, escupir y linchar.