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Cristina Losada

¿Qué fue de los intelectuales?

La política se puede hacer perfectamente sin intelectuales, pero cuando se hace sin ideas lo que ocupa su lugar es un baratillo de tópicos, consignas o zascas.

La política se puede hacer perfectamente sin intelectuales, pero cuando se hace sin ideas lo que ocupa su lugar es un baratillo de tópicos, consignas o zascas.

El otro día, el columnista David Brooks publicó un artículo muy convincente sobre cómo el ocaso de los intelectuales conservadores en EEUU ha sido determinante para el hundimiento del Partido Republicano. Brooks contaba que él se había unido a la intelectualidad de signo conservador en la década de 1980, cuando sus figuras estelares eran personalidades de amplio espectro, capaces de escribir de política, sociología, literatura, historia y de la vida, en general, abiertas al debate con los intelectuales de otras ideas, y nada proclives a la pose antielitista del privilegiado: muchos provenían de familias pobres y sabían que el camino hacia la formación no requería, al menos entonces, que tus papis fueran ricos.

Luego, Brooks se ponía a describir el panorama actual, muy diferente al de hace treinta años, y era ahí donde venía lo sorprendente que nos atañe. Dos de los tres fenómenos a los que atribuía el declive de la intelectualidad conservadora, y por ende del Partido Republicano, tienen su correspondencia en España, aunque no especialmente en el ala conservadora, sino en el comercio intelectual en su conjunto, que no es otro que el comercio de ideas.

Veamos si no. Por lo que dice Brooks, la opinión conservadora norteamericana dejó de ser, digamos, una pequeña tienda especializada, con influencia, pero pocos beneficios, para convertirse en una gran empresa que suministra su producto a un mercado de masas. Es, naturalmente, una gran empresa mediática y como tal busca y quiere mantener audiencias de masas. Bien, se dirá, no tiene nada de malo buscar audiencias de masas, ¡quién las tuviera! Cierto, pero ahí llega el cómo. La manera de atraer a las grandes audiencias ha consistido en ofrecer un menú de histeria perpetua, polémicas simplonas y explotación del resentimiento social. Esto nos sonará: esos mismos platos componen la oferta de los programas políticos televisivos que han tenido mayores audiencias estos años en España. Los que han marcado en realidad el tono y la sustancia (o su ausencia) de la discusión (o la batalla) política.

El otro cambio que veía Brooks en el paisaje del conservadurismo norteamericano es que sus voces dominantes han puesto la política por encima de todo y han pasado a ser meros altavoces del Partido Republicano. En lugar de la distancia que, si no tiene, al menos finge el intelectual, estos son el brazo parlante del partido y nada más. Están, como decimos aquí, en la trinchera, enzarzados en esas feroces peleas que dan tanto espectáculo, pero que revelan, al mismo tiempo, una debilidad de fondo: faltan las ideas que dan sustento a una corriente política y también a un partido. Porque la política se puede hacer perfectamente sin intelectuales, pero cuando se hace sin ideas –asunto que requiere cierto trabajo intelectual– lo que ocupa su lugar es un baratillo de tópicos, consignas o zascas.

En España

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