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Cristina Losada

¿Por una buena causa?

Parece que están buscando no tanto justificarse como que les aplaudamos por lo buenos que son.

Parece que están buscando no tanto justificarse como que les aplaudamos por lo buenos que son.

Tras el descubrimiento de las falsedades que contó en los medios el padre de la niña Nadia Nerea, afectada por una enfermedad genética, la preocupación de muchos es que a partir de ahora se vean perjudicadas causas similares que necesiten y reclamen el apoyo del público, en especial el apoyo económico. Conviene subrayar público, porque este tipo de casos se dan a conocer en los medios y a quien se apela, por tanto, es al público en el sentido de audiencia. Así, los medios y sus profesionales son los intermediarios imprescindibles para exponer el problema y activar la compasión que se traducirá en aportaciones de dinero para ayudar a las personas necesitadas.

Esos intermediarios no hicieron su trabajo con la familia de Nadia Nerea. Fallaron estrepitosamente en lo más elemental: la comprobación. La enfermedad de la niña es real, pero casi todo lo demás, un invento. ¿Pone esto en tela de juicio al periodismo? Bueno, el engaño salió a la luz por la acción de algún medio y de algunos profesionales, por lo que la generalización está de más. Cada palo que aguante su vela, como suele decirse. Debe aguantarla sin repartir la responsabilidad entre muchos para reducir la suya. Sin repartirla con el padre y sin atribuírsela a él en exclusiva. Cualquiera que lleve años en el oficio habrá tenido más de una vez contacto con falsos informadores y falsas historias, algunas extravagantemente fantasiosas. Es tarea del intermediario comprobarlas. Cuando no lo hace, no hay nada que pueda decir en su descargo.

No debería decir tampoco en su descargo que dejó a un lado los mínimos controles por una buena causa y con la mejor intención. Pero la mayoría de los mea culpa que voy leyendo u oyendo, la mayoría, que no todos, buscan refugio en los sagrados buenos sentimientos. Los suyos. Se sintieron tan conmovidos que no pensaron ni por un instante que pudiera haber algo extraño en la historia que contaba el padre. Ni siquiera lo de los científicos en la cueva de Afganistán les hizo pestañear. O lo de los tres orificios en la nuca. O lo de resetear el cerebro. Hasta es posible que esos detalles novelescos aún les animaran más a creer: a creer que la historia tenía los ingredientes adecuados para ser una buena historia mediática, una historia capaz de arrastrar audiencias. Y es que no acabo de creerme yo que en los medios televisivos, que luchan por la audiencia a brazo partido, sólo se rijan por el código del buen samaritano.

Esos programas y profesionales que están abriendo su corazón para explicar por qué cerraron los ojos parece que están buscando no tanto justificarse como que les aplaudamos por lo buenos que son. Vale, aceptemos que son tan seráficos como dicen y que su único propósito profesional es ayudar a los necesitados. Aun haciendo ese ejercicio, para el cual yo suspendo momentáneamente la incredulidad, resulta que la cuestión aquí no es su bondad. Es su capacidad para ser intermediarios fiables. No lo han sido. Y lo preocupante es que ese fallo lo diluyan algunos con el agua bendita de la sentimentalidad, que está en el origen mismo del fallo y es para ellos un filón. Todo lo cual, en fin, confirma algo sabido: por la causa se abre paso a la falsedad.

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