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Cristina Losada

¿Globalización o corrupción?

Sin dejar de lado la globalización y sus efectos perniciosos, no descartemos lo obvio: los fenómenos políticos tienen causas políticas.

Sin dejar de lado la globalización y sus efectos perniciosos, no descartemos lo obvio: los fenómenos políticos tienen causas políticas.
EFE

La globalización se está llevando todas las culpas. El éxito de los populistas nacionalistas, el resquebrajamiento del orden liberal, el fin del mundo que conocíamos… todo eso que se anuncia con tonos de distinta intensidad apocalíptica se le está achacando a las consecuencias de la globalización, que, como es sabido, no empezaron a experimentarse antes de ayer. La tardanza con la que han aparecido las reacciones políticas a los frutos más amargos de la globalización (amargos para los menos ricos de los países ricos) suele explicarse por el efecto catalizador de la gran crisis financiera de 2008. Pero quedan zonas en sombra. Sobre todo, si se mira hacia EEUU: superó la crisis mucho antes y con mayor brío que Europa, y es el país que hoy se apresta a liderar, con Trump en la presidencia, la revuelta contra el statu quo.

Elevar la globalización a causa primera y primordial del desorden incipiente conlleva el riesgo de relegar otros factores de igual o mayor importancia. Las crisis económicas no siempre conducen a cuestionamientos del orden político. Pero si el sistema tiene defectos notables, si se lo percibe como injusto y corrupto, una debacle de la economía lo pondrá en la diana, como ha sucedido en España y, mutatis mutandis, en Estados Unidos.

En un artículo reciente, Bo Rothstein, de la Universidad de Oxford, se preguntaba, como tantos desde noviembre, cómo es que la clase obrera blanca norteamericana había abandonado a la izquierda para votar a un candidato que prometía rebajas de impuestos para los más ricos y liquidar el sistema de cobertura sanitaria establecido por Obama. ¿Cuáles podían ser las razones de un cambio de lealtades que les ocasionaría perjuicios? Para Rothstein, la clave no estaría en las ideas económicas de Trump, por otro lado confusas y contradictorias.

Muchos estadounidenses tienen la percepción de que su gobierno y su sistema político están podridos. Desde 2010 las encuestas vienen recogiendo que más de un 70 por ciento piensa que "la corrupción está extendida por todo el gobierno del país". (Por comparar: en España lo piensa un 95 por ciento, según el Eurobarómetro sobre corrupción de 2014). No por azar, la campaña que llevó al multimillonario a la Casa Blanca fue insistente en la denuncia de la podredumbre, que personificó en Hillary Clinton, de la que dijo que había "perfeccionado la política del beneficio personal y el robo".

A la idea de que existe una corrupción extendida se une la impresión de que hay favoritismos, algo que resienten especialmente los blancos frente a otros grupos étnicos, como resultado de una política identitaria que aplica discriminación positiva y cuotas. Este sería, según Rothstein, el factor que desplazó el voto de los trabajadores blancos. No votaron atraídos por las ocurrencias económicas de Trump, sino como reacción al favoritismo percibido. Por la impresión, en fin, de que el sistema no es justo, de que favorece a unos frente a otros, de que concede privilegios a unos grupos y perjudica a otros. Aquello que se percibe no es necesariamente cierto, pero hay un aspecto más en esta visión. Hace tiempo que muchos estadounidenses de todo el espectro ideológico creen que los grupos de interés ejercen una influencia indebida y se están llenando los bolsillos. Lo cuenta Fukuyama en su último libro, donde concluye que el Estado norteamericano se ha repatrimonializado desde mediados del siglo XX. Sin dejar de lado la globalización y sus efectos perniciosos, no descartemos lo obvio: los fenómenos políticos tienen causas políticas.

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