
Hay en el novísimo Gobierno de España, es sabido, dos ministros catalanes. Lo que ya no resulta tan del dominio público es que solo uno de ellos, Meritxell Batet, amén de catalana ejerce también, y sobre todo, de catalanista. Porque Borrell se limita a ser catalán y punto, pero Batet se reconoce en lo otro. Y lo otro, esto es, el catalanismo político, lejos de constituir una forma peculiar de sentimentalidad vinculada al amor al terruño, la lectura naif que siempre se ha hecho de ese término tan impreciso en los despachos del poder en Madrid, es una ideología perfectamente estructurada desde finales del siglo XIX, cuando Valentí Almirall rompió con los federalistas españoles que lideraba Pi y Margall para crear sus bases teóricas. Así, todos los separatistas, absolutamente todos, son catalanistas, aunque no todos los catalanistas, en cambio, resulten ser separatistas. Batet e Iceta, por ejemplo, apelan a lo uno pero no a lo otro. Y es que el catalanismo constituye el mínimo común denominador que comparten sin tensión mayor personas tan distantes como Torra y Batet.
He ahí un espacio común que se define por la asunción de dos principios innegociable e indiscutibles para cualquiera que se diga catalanista. El primero tiene que ver con el lugar tan singular que todos ellos a partir de Almirall han querido imaginar para la relación entre Cataluña y el resto de España. De ahí que, al igual que Torra, que Puigdemont, que Mas, que Maragall, que Pujol, que Macià o que Companys, Batet también fantasee con que España no es más que el agregado artificial de varios pueblos muy distintos y distantes entre sí, pueblos que comparten un único Estado pero que, al margen de esa superestructura jurídica y formal, mantienen trayectorias históricas y vitales diferentes. Razón por la cual la mayoría de los catalanistas son hoy ya abiertamente separatistas. Y razón por la que aquellos que no son separatistas, como la ministra, rechazan a su vez el federalismo clásico. Porque Batet, que afirma ser federalista de boquilla, nada tiene que ver en realidad con los federalistas europeos o norteamericanos que sentaron los principios de esa forma de distribuir el poder dentro de los Estados compuestos.
Ningún federalista norteamericano o alemán, pongamos por caso, se podría a reconocer en las tesis federalistas del PSC, que no son otras que las de la ministra. Porque el PSC de hoy, como Almirall hace un siglo, predica que la soberanía de su Estado federal" no residiría en la Nación española, sino en esos pueblos ibéricos surgidos de la noche de los tiempos que, según los catalanistas, están llamados a pactar entre sí un definitivo orden constitucional hispano.
Porque Batet, al igual que Torra, exactamente igual que Torra, vive aferrada a la creencia de que no hay un pueblo español único, el formado por los individuos libres e iguales que se autodeterminan en el texto de la Carta Magna, y que resulta ser el titular exclusivo de la soberanía. Ese pueblo único y esa soberanía única son negados tanto por el testaferro del golpista como por la ministra. En ese punto, una y otro están completamente de acuerdo. Por algo, otro y una, ambos dos, se tienen por genuinos catalanistas de piedra picada. El segundo aspecto, en fin, que da cuerpo a la doctrina catalanista común a Torra y Batet es el tan manido de la identidad diferencial, que encuentra su expresión mística más elaborada en la lengua vernácula, la única portadora de legitimidad de origen dentro del territorio catalán para todos ellos. Sí, cierto, el uno es separatista y la otra no. Bien, pero en todo lo demás son iguales. Completamente iguales. Indistinguibles de hecho.