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Eduardo Goligorsky

Nos duele Cataluña

Es lógico que a quienes amamos a Cataluña porque la vemos como una rama del árbol de libertades, progreso y cultura, nos duela verla fracturada.

Es lógico que a quienes amamos a Cataluña porque la vemos como una rama del árbol de libertades, progreso y cultura, nos duela verla fracturada.
Una imagen de la manifestación en Barcelona el 12-O | EFE

Cuando denuncio la estulticia de los capos supremacistas que fracturan la sociedad catalana, no lo hago cometiendo el fraude de hacerme pasar por catalanista. Ni acepto que por asumir esta posición me tilden de españolista. Si habiendo nacido en Argentina nunca me definí como argentinista -hasta el punto de que durante la guerra de las Malvinas publiqué mi primer artículo en La Vanguardia defendiendo el derecho del gobierno británico a combatir a los invasores argentinos de las islas- menos puedo asumir otras identidades sobrevenidas. Tampoco cometo la frivolidad de presentarme como ciudadano del mundo. Sencillamente, mi lealtad gira en torno de valores y no de territorios. En razón de lo cual me sientoemparentado con los individuos y los colectivos, cualquiera sea su nacionalidad, con los que comparto la preferencia por una sociedad abierta y laica, respetuosa de las libertades y los derechos humanos.

Nuestro Rey ilustrado planteó lo mismo, desde otra perspectiva, parafraseando a Stefan Zweig, en la entrega de los premios Princesa de Asturias (Luis Sánchez Merlo, "La patria del conocimiento", LV, 21/10):

Compartimos una misma patria, la patria del conocimiento, de la cultura, de la ciencia y de la solidaridad. Una patria de fronteras trazadas por la sabiduría, la entrega a unos ideales, el esfuerzo y la inteligencia.

Acogida solidaria

Cuando aterricé en Barcelona el 1 de septiembre de 1976 huyendo de una Argentina desangrada por los dos demonios -la dictadura militar y el terrorismo castrista-trotsko-peronista- me encontré con una sociedad que se encaminaba hacia el ideal de mi preferencia. Asistí a la Diada de 1977 y más tarde marché en la comitiva que acompañó a Josep Tarradellas hasta el palacio de la Generalitat. Me emocionaba ver bailar la sardana en la plaza de la Catedral porque no la contemplaba como una exhibición folklórica regional sino como una prueba de que se estaban recuperando las libertades. No me hice catalanista pero me integré en la sociedad catalana.

Una clave para mi integración fue el hecho de que el entorno humano me brindó una acogida solidaria y fraternal a pesar de que algunos compatriotas traían consigo los vicios de su propia guerra civil y los exhibían con orgullo. Nadie me hizo sentir extraño ni me discriminó por motivos genealógicos ni lingüísticos. Por razones prácticas no incorporé el catalán a mis conocimientos de inglés, italiano y francés y, por supuesto, de castellano, porque no me hacía falta ni para mi trabajo ni para mi vida social, pero me acostumbré a leerlo porque lo necesitaba para adentrarme en el pensamiento de algunos intelectuales valiosos que lo empleaban y para rebatir el de otros con los que discrepaba.

Virus letal

Sin embargo, me di cuenta de que en esa misma sociedad que estaba abrazando con gratitud, germinaba un virus letal que conocía muy bien, porque había sido el desencadenante de la patología que había aquejado, continuaba aquejando y aún aqueja a mi país natal desde mi infancia: el nacionalismo. Las mentes más lúcidas de mi nuevo hábitat ya lo denunciaban y no tardé en sumarme a ellas en la prensa y en mi libro Por amor a Cataluña. Hoy a ese amor, que se ha profundizado sin convertirme en catalanista, se le ha sumado el dolor. Puedo decir, sin exagerar y sin miedo a equivocarme, que me duele Cataluña.

Los primeros síntomas de la enfermedad nacionalista los detecté en los discursos y en la política endogámica y autoritaria del mandamás Jordi Pujol. Visto en perspectiva, aquel embaucador del pájaro en mano no era más que un charlatán de feria, un mercachifle de crecepelos, que hoy queda reducido a una dimensión liliputiense cuando se lo compara con los sembradores de odio que se han encaramado en los puestos de mando de Cataluña. Con el acompañamiento del estratega necrófilo del politburó, Agustí Colomines, que echa de menos el acopio de cadáveres para acelerar el proceso. (Ver Antonio Robles, "¿Y si el muerto fueras tú?", LD, 18/10).

Existen anticuerpos

Afortunadamente, existen anticuerpos en el organismo de la sociedad civil catalana. Son muchos los catalanes de pura cepa, encuadrados en el marco del catalanismo histórico y guiados por el ejemplo del insobornable patriarca Tarradellas, quienes asumen la responsabilidad de limpiar el nombre de su comunidad respetando la legalidad y denunciando las falacias del bando subversivo. Su presencia, junto al universo constitucionalista, demuestra que ellos también sufren por Cataluña y los hermana con quienes la amamos sin compromisos identitarios. Porque lo que está ocurriendo en estas cuatro provincias del Reino de España equivale a una ofensiva sin cuartel de la minoría retrógrada que atenta contra la convivencia; ataca el tejido social, económico y cultural; y castiga a la mayoría moderna y emprendedora. Pruebas a la vista: "El mundo económico constata que no habrá retorno de empresas a corto plazo - Las empresas que marcharon por miedo o como protesta mantendrán su decisión" (LV, 14/10).

En este contexto, es esclarecedora y reconfortante la lectura del artículo "¿El catalanismo puede ser independentista?" (LV, 15/10), firmado por el colectivo Treva i Pau, del que forman parte, entre otros, los genuinos representantes de esa corriente sentimental: Josep M. Bricall, Juan José López Burniol, Josep Miró i Ardèvol, Eugeni Gay y Alfredo Pastor. Y su respuesta final a la pregunta del título es categórica:

Para el catalanismo siempre es mejor articular que romper, por eso el independentismo no se puede llamar a sí mismo hijo del catalanismo.

Para llegar a esta conclusión los autores esgrimen un cúmulo de argumentos realistas. Por ejemplo:

Con respecto a la idea de un solo pueblo, la respuesta es negativa: lo dicen los últimos estudios políticos y sociológicos; no por el deseo, y probablemente a pesar de su intención, el independentismo ha ido creando dos Catalunyas con un inconsciente "nosotros" diferente en cada una de ellas hasta ser difícilmente compatibles.

Y hacen hincapié en la aparición del Movimiento "con todas las fuerzas políticas de la UE que quieren la debilidad, cuando no la desaparición de la UE". Especifican:

Entre estas fuerzas hay muchos movimientos nacionalistas, las fuerzas próximas a muchos independentistas catalanes. En el extremo opuesto del espectro, los independentistas antisistema, a los que ya les va bien la crisis profunda en la Unión: ¡cuánta ignorancia de historia hay en el que cree que cuanto peor mejor! Hoy reabrir el tema de las fronteras en Europa es volver a principios del siglo pasado, cuando se definió una parte importante de los actuales límites de los estados con un horrible coste humano.¡En definitiva, tampoco pasa la prueba!

Escarmentar en cabeza ajena

Es lógico que a quienes aman a Cataluña por sus convicciones identitarias y a quienes la amamos porque la vemos como una rama del árbol de libertades, progreso y cultura que crece en el Reino de España, nos duela verla fracturada por un contubernio de mediocres sin escrúpulos. Sufrir en silencio nos aproximaría al masoquismo. En su libro Fascismo. Una advertencia, Madeleine Albright nos recuerda que el monstruo originario creció estimulado por la indolencia y la apatía de sus futuras víctimas.

Si aprendemos a escarmentar en cabeza ajena y ponemos manos a la obra, unidos en torno a los valores republicanos de la Monarquía constitucional, estamos a tiempo de neutralizar a las crías del monstruo, que están engordando en el cogobierno de Waterloo, la plaza Sant Jaume y Lledoners, amamantadas desde la Moncloa.

PD: Manuel Jabois cuenta ("Joan Tardà va a la montaña", El País, 21/10) que este diputado de ERC luce un busto de Fidel Castro en su despacho. Sepan los catalanes qué clase de repúblika bananera les tienen reservada estos rufianes, con un modelo que acumuló miles de auténticos presos políticos y millones de verdaderos exiliados, más un tendal de muertos contra el paredón que haría las delicias del estratega necrófilo del politburó supremacista porque aceleró el procés de la revolución castrista. Como antes había acelerado el de todas las dictaduras totalitarias de izquierda y derecha. Y cuando Tardà dice: "Si Pablo Casado pudiera, nos fusilaría", no es Casado sino él, admirador de Fidel Castro y de los chequistas de 1936-1938, quien tiene en la mente el fusilamiento como arma política para acabar con el adversario y también con los disidentes de su propio bando.

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