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Pablo Planas

El bueno de Torra

Torra aspira a ser el último presidente autonómico y no tiene empacho alguno en denigrar la figura que representa.

Torra aspira a ser el último presidente autonómico y no tiene empacho alguno en denigrar la figura que representa.
Quim Torra | EFE

El presidente de la Generalidad, Quim Torra, desempeña su cargo de manera muy peculiar. El hombre se considera un presidente accidental, representante del procesado en rebeldía Carles Puigdemont, mero detentador de un poder de manera vicaria. No hay ninguna figura legal que ampare lo que Torra se cree que es, esa especie de presidente de pega, refutación de la legalidad, atropello de la dignidad y las atribuciones del cargo y un insulto al sentido común.

Torra aspira a ser el último presidente autonómico y no tiene empacho alguno en denigrar la figura que representa. No lo oculta, se comporta como un militante radicalizado del movimiento separatista y se maneja con absoluto desprecio por las convenciones relativas al papel de presidente de la Generalidad. Desde luego, no representa a todos los catalanes. Ni siquiera a los que votaron a partidos separatistas. Representa en exclusiva a un prófugo y en los últimos días a los procesados por el último golpe de Estado separatista.

En calidad de portavoz de los golpistas, Torra llevó a cabo este miércoles una controvertida intervención en el Parlament. En un discurso dirigido contra los diputados constitucionalistas, Torra les instó a acudir a la sala del Tribunal Supremo que juzga el golpe. "Se os debería caer la cara de vergüenza. ¿Por qué no váis un día? Tenéis asientos reservados. ¡Os lo pido de verdad! Haceos ese favor a vosotros mismos", profirió visiblemente indignado.

En opinión de Torra, el presidente de Òmnium, Jordi Cuixart, llevó a cabo un "alegato histórico". Tal descripción provocó la sonrisa de Inés Arrimadas, replicada con extrema vehemencia:

Sí, señora Arrimadas, un alegato histórico sobre la desobediencia civil y sobre la no violencia. ¡Y no se ría más! ¡No se ría más de Jordi Cuixart! ¡No tiene derecho a reírse de Jordi Cuixart! ¡No se ría de mí! ¡No se ría de la gente! ¡No vaya a Waterloo a hacer sus actuaciones y sus performances, por el amor de Dios! Haga política, ya se lo dije, pero en fin, parece que es imposible.

La crispada reacción del suplente de Puigdemont no es inédita. No disimula el desprecio por sus rivales políticos, la sensación de asco que dibujan sus labios cuando se refiere a la oposición. La literatura sobre el personaje asegura que es un tipo amable, simpático y cercano, un trozo de pan, un apacible intelectual, estudioso del catalanismo, editor romántico, destilador aficionado de ratafía, sardanista de honor. Sin embargo, la proyección pública del individuo es de naturaleza radicalmente contraria.

No es la primera vez que Torra utiliza argumentos de índole moral para significar que sólo los separatistas son buenas personas, seres humanos dignos de tal consideración. Esa es una constante de todos sus discursos, en los que no concibe que haya personas que no tengan su misma opinión respecto a la suerte penitenciaria de los golpistas, que haya gente que no comparta sus delirios supremacistas, que no esté a favor de la independencia de Cataluña.

Conocidas sus teorías sobre las personas que hablan español en Cataluña y sobre las que no están por la república, su manera de dirigirse a ellas denota que no le merecen el más mínimo respeto, a tenor de sus gritos, amenazas y menosprecios, de sus advertencias, admoniciones y reproches, lo que vertido por un partidario de la vía eslovena resulta como mínimo inquietante respecto a la integridad física de los señalados.

Muy inquietante resulta también que Torra vaya por ahí diciendo que no piensa acatar las sentencias del Tribunal Supremo. No obstante, el Gobierno mantiene las líneas abiertas con el Govern del vicario de Puigdemont, que como su jefe se declara abiertamente en rebeldía.

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