Pedí en mi red social que me explicaran por qué lo de la libertad de expresión no vale para Marcos de Quinto. Por qué decían muchos, entre ellos un significativo número de periodistas, que el tono y los modales que había empleado en Twitter lo inhabilitaban para ser diputado. La cuestión no era si estaba bien o mal que llamara imbécil al portavoz de Facua que le llamó miserable. O troll de mierda y cretino a un tuitero anónimo. Ni que dijera de los pasajeros del Open Armas que estaban "bien comidos". No era tampoco si se le puede criticar y pedir que deje el escaño o, ya puestos, el país. La cuestión era –y es– si un diputado puede expresarse como un tuitero más de gatillo fácil. Si hacerlo es incompatible con su condición de diputado.
Los insultos son moneda corriente en las redes. Las expresiones ofensivas, lo mismo. Esto es así más allá de las redes, sea por su influjo o no. De modo que la cuestión que me interesaba era la existencia de unos estándares de expresión específicos para los diputados, diferentes a los comunes. La posibilidad, por tanto, de que los representantes políticos tuvieran su libertad de expresión restringida, no legalmente, pero de hecho. Partía de que no iban a tener la misma libertad de expresión que un rapero, porque eso, nadie. Pero ¿tenían la misma que un ciudadano cualquiera?
Un primer problema cuando se habla de libertad de expresión es la confusión entre el juicio que nos merece lo expresado y la libertad de expresarlo. Si defiendo la libertad de expresión del señor De Quinto, setenta de cada cien entienden que defiendo lo que ha dicho el señor De Quinto. Y esto no va así. Yo puedo estar en el más radical desacuerdo con lo que dice De Quinto y afirmar, a la vez, que es libre de decirlo. Si no, ¿de qué libertad hablamos? La tendencia, sin embargo, es negarle esa libertad a quien dice algo que rechazamos. O a quien nos provoca rechazo. Si resulta que ese quién es diputado, la tendencia se refuerza apelando al cargo: un diputado no puede expresarse así; otro podría, pero un diputado, no.
¿Por qué un diputado no? Porque tiene consecuencias. Porque no es cualquiera. Porque tiene proyección pública. Porque debe dar ejemplo. Eso, más o menos, me contestaron. Es decir, se quiere que el diputado sea mejor o aparente ser mejor que los demás. Que no sea vulgar ni insultante ni chulesco. Que sea respetuoso, amable, versallesco. Que sostenga el raído decorado de la civilización, mientras los demás nos peleamos en el barro, sin reglas, sin cortesía, sin miramientos. Me parece poco, claramente insuficiente, incluso hipócrita, que esto se les pida sólo a los diputados. Y también tiene consecuencias. El lenguaje político anodino, controlado, repetitivo es una de ellas.
Luego hay que ponerlo en interacción. Y pasa lo siguiente. Yo puedo decirle libremente al señor De Quinto que es un gilipollas integral, un ignorante, un mierda o un malnacido. Él, en cambio, como es diputado, no me puede pagar con la misma moneda. Tiene que reprimir sus ganas de insultarme y a tragar, que es lo bonito. Esa es la relación asimétrica que hay de fondo: viva la libertad para poder insultar a los políticos "como se merecen" y que no les quede otra que aguantarse. El diputado tiene que respetar, pero no tiene que ser respetado.
Frente a estas normas tácitas restrictivas, yo prefiero que el diputado, se llame De Quinto o Iglesias Turrión, se exprese como le parezca. Que tenga la misma libertad para elegir sus palabras que tiene cualquiera. Si las elige mal, oiga, que afronte las consecuencias. Es preferible que haya excesos a que el lenguaje político se reduzca a una sarta de insustanciales frases hechas. De todos modos, para la aversión al político no hay remedio. Los odiamos porque nos representan.