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Cristina Losada

Correctores de anomalías

Se trata de trastrocar la reconciliación que hubo por la ruptura que, entonces, no quiso nadie.

Se trata de trastrocar la reconciliación que hubo por la ruptura que, entonces, no quiso nadie.
EFE

Entre los impulsores y partidarios del espectáculo exhumador hay, grosso modo, dos tipos de actitudes. Están, de un lado, los que se sienten vindicados y siguen el asunto con redoble de pasión. La mayoría no conocieron el franquismo ni el antifranquismo. Es la situación de la socialista Adriana Lastra, que el día antes ponía trepidante en Twitter: "23 horas para sacar al dictador". La diputada asturiana es muy representativa de este subgrupo. No sacaron al dictador en vida –no lo sacó nadie en vida, en realidad–, pero el traslado de sus restos les provoca entregarse a juegos de fantasía sustitutiva. Lo dice todo, impúdicamente, la fórmula utilizada: "Sacar al dictador".

En el caso de Lastra y próximos hay que tener en cuenta el peso específico de una ausencia, la del PSOE de la oposición activa, dentro de España, a la dictadura de Franco. Salvo por grupos y figuras testimoniales, los socialistas no estuvieron. Prácticamente no se les vio el pelo hasta el final, cuando el antifranquismo estaba a punto de pasar de la clandestinidad a la semilegalidad, y de ahí a la legalidad plena. Para aquellos cuarenta años de vacaciones –en frase célebre de los comunistas– también hay ahora compensaciones. Por ejemplo, representar la exhumación como si requiriera gran coraje y determinación hacerla, como si fuera algo heroico. Es otra fantasía con la que sustituir las pocas heroicidades que puede atribuirse el PSOE bajo la dictadura de Franco. Aunque la fantasía final, la del lujo y la lujuria más excitantes, sea naturalmente la de ganarle la guerra civil ochenta años después.

La segunda actitud visible entre impulsores y partidarios está, aparentemente, desprovista de emoción. No hay una pasión insatisfecha en busca de fantasías con las que reemplazar lo real, sino el seguimiento de un dictado democrático para corregir una serie de anomalías que tendría la democracia española, y que la hacen menos democracia (muy atentos aquí a cómo nos ven desde fuera, al qué dirán). Esas extrañas anomalías las veían ahora representadas, casi perfectamente, en el Valle de los Caídos, pero antes fueron otras y después serán otras. Porque la principal anomalía que molesta a este subgrupo, más académico, es el origen impuro de nuestra democracia. De donde proceden residuos como el propio Valle.

Menos apasionados y fantasiosos, estos delineantes de los planos de la democracia están, sin embargo, en contradicción, incluso en combate abierto con la realidad: con la realidad histórica y con las claves fundacionales de nuestra democracia. No una democracia abstracta, sacada de los tratados, sino ésta, con su origen impuro y su propia tradición. Pero no podrán verla, no querrán, si insisten en definir la democracia española sólo por oposición a la dictadura franquista. Si hacen nacer la legitimidad de la democracia del enfrentamiento con aquélla. No digamos si la transportan a la II República. Lo cual nos lleva a uno de los aspectos cruciales de la reconciliación, que pierden de vista los correctores de anomalías. Aquello significaba también dejar atrás todo lo del segundo republicanismo que condujo o provocó la guerra civil. No se hubiera llamado reconciliación si sólo contaban los pecados de la derecha. Pero este es el asunto. El hilo conductor. Y se trata de trastrocar la reconciliación que hubo por la ruptura que, entonces, no quiso nadie.

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