Nunca me interesó demasiado el pasado del padre de Pablo Iglesias. Los hijos no heredan los pecados de los padres. Sería relevante que fuera miembro de la banda terrorista FRAP, autora de tres asesinatos, si su hijo estuviera orgulloso de él precisamente por esa militancia y no a pesar de ella. Porque una cosa es mostrar el respeto a nuestros padres al margen de sus acciones y nuestras ideas, como hiciera José Bono respecto al suyo, alcalde franquista, y otra estar de acuerdo con todo lo que hicieran, especialmente si esos actos incluyen un pasado criminal. Pero lo que es indudable es que el padre de Pablo Iglesias perteneció a una banda terrorista. Y en estos tiempos en que se llama terrorismo a cualquier cosa, parece que lo único a lo que no podemos llamar terrorismo es al terrorismo.
Desde hace años nos hemos acostumbrado a que la izquierda trivialice el concepto llamando terrorismo energético a la factura de la luz, terrorismo laboral al teletrabajo, terrorismo financiero a que un banco ejecute una hipoteca, terrorismo vial a los accidentes de tráfico, terrorismo inmobiliario a que se desaloje a unos okupas, terrorismo ecológico a construir una urbanización o terrorismo mediático a criticar al macho alfa de Unidas Podemos. El propio Pablo Iglesias ha deslizado la acusación de terrorista contra Juan Roig, presidente de Mercadona, por decir que "si no se trabaja más, habrá intervención", a Rato por dar conferencias o a Amancio Ortega por ser rico en un país con mucho paro. Y no empecemos a hablar del terrorismo machista, que nos meteríamos en un agujero del que sería difícil emerger de nuevo.
En unos casos, la idea ha sido intentar aprovecharse de la condena general al terrorismo en España para elevar la categoría de otros muchos problemas. En otros, como en el del propio Pablo Iglesias, echar agua al vino de modo que la gravedad del terrorismo real quede diluida por el uso bastardo de la misma para definir otras realidades que nada tienen que ver con el terrorismo. En todo caso, el resultado ha sido el mismo: aquí cualquiera podía llamar terrorismo a cualquier cosa sin ningún problema, hasta el extremo de que el Tribunal Supremo ha llegado a considerar legítimo hablar de terrorismo empresarial porque la expresión se ha convertido en lugar común en nuestra sociedad.
Que Cayetana Álvarez de Toledo haya recordado la militancia en el FRAP del padre de Pablo Iglesias ha vuelto a demostrar que su partido necesita a muchas más como ella. Porque no se ha limitado a soportar, una vez más, el intento del vicepresidente de despreciar sus argumentos con el epíteto de "marquesa" que, en caso de que fuera empleado en un debate público contra una mujer de izquierdas sería naturalmente calificado de insulto machista. No, Álvarez de Toledo ha contraatacado usando las mismas armas. Y se equivocan quienes piensen que la derecha que vota no quiere eso. Si el PP se hubiera defendido a sí mismo y a sus votantes con la resolución con que lo hace ella, Vox no existiría ahora mismo o sería irrelevante, incluso sin tocar ni una coma de las políticas en el Gobierno de Rajoy.
Pero parece que en España, como en tantos otros países, no le está permitido a la derecha ni el uno por ciento de lo que se le permite a la izquierda. De eso se encarga el invierno mediático que los ratos y las sorayas han alentado desde el poder. Así, es inaceptable que una diputada de derechas recuerde el pasado terrorista del padre del mismo vicepresidente que llamaba patriotas vascos a los terroristas de ETA, pero no que ocupe una de las infinitas vicepresidencias del Gobierno un señor que llamaba patriotas vascos a los terroristas de ETA.
Democracia ¿dónde? Terrorismo ¿quién?