
Muy poco a poco, muy lentamente, el presidente del Gobierno empieza a experimentar en sus propias carnes el desgaste personal y político que lleva aparejado su Gobierno social-comunista con Podemos, sus pactos con los herederos de ETA y con los independentistas catalanes, sus políticas para acabar con el régimen constitucional del 78, Monarquía incluida, sus iniciativas cargadas de un profundo sectarismo ideológico, como la recientemente aprobada Ley Celaá.
Antes de que algún amable lector piense que me he dejado llevar por un optimismo sin fundamento al apuntar a ese desgaste presidencial, enumeraré algunas señales que lo justifican. Por ejemplo, en las últimas semanas, cada vez que Sánchez ha pisado la calle –en contadísimas ocasiones, y todas muy medidas por su equipo de propaganda– ha recibido abucheos y gritos en contra por parte del público.
Sucedió en la Fiesta Nacional en la explanada del Palacio de Oriente; sucedió hace tres semanas en Pamplona, cuando visitó la sede de la Presidencia del Gobierno de Navarra, y volvió a suceder el pasado viernes, cuando, ocho meses después del confinamiento por el covid-19, tuvo a bien pisar por primera vez un hospital, en este caso el de La Paz, en Madrid, eso sí, eligiendo perfectamente el día para no ser acompañado por la presidenta de la Comunidad, Isabel Diaz Ayuso, que se encontraba de viaje oficial en Aragón. Y así seguirá sucediendo en las próximas salidas de la Moncloa, que, en vista de lo que ha pasado, serán muy medidas y absolutamente controladas.
Sánchez y Redondo saben perfectamente que hay una parte importante de la sociedad que está profundamente irritada con muchas de las cosas que está haciendo este Gobierno. El entendimiento del Ejecutivo y, de una manera más específica, del PSOE con los herederos políticos de ETA es algo que muchos españoles no tragan, porque los crímenes de la banda terrorista están todavía muy presentes en la memoria y en el recuerdo. Ver al líder de Bildu, Arnaldo Otegui, pavonearse de su apoyo al Gobierno social-comunista de PSOE y Podemos porque así se avanza en la construcción de la República vasca es algo demasiado indigesto incluso para una parte del electorado socialista. Lo mismo se puede decir de algunas manifestaciones del independentismo catalán, como las de Gabriel Rufián poniendo a Madrid en la diana.
Ese malestar ciudadano también se produce cuando se asiste a los ataques a la Corona, a Felipe VI, por parte, no ya de los independentistas, sino de miembros del propio Gobierno de la Nación, sin que su presidente no sólo no desautorice y destituya a esos ministros, sino que los respalde. Y la guinda, de momento, a este dislate ha sido la Ley Celaá, que supone un ataque directo a la educación concertada y a la educación especial.
Si estuviéramos en una situación normal, sin este confinamiento light en el que vivimos, los motivos para manifestarse en la calle contra el Gobierno serían continuos. Ya se vio hace unos días, cuando en bastantes ciudades la gente salió con sus coches a protestar contra la sectaria Ley de Educación. ¿Tiene Sánchez alguna duda de que si se pudieran convocar manifestaciones en toda España por su pacto y blanqueo de los herederos políticos de ETA, las cifras de asistencia dejarían pequeñas a las que se produjeron cuando Zapatero negoció con la banda terrorista?
Los ciudadanos están lógicamente preocupados por las consecuencias sanitarias y económicas de la pandemia. Pero lo positivo es que esa ciudadanía todavía tiene una capacidad de indignación, de rebelarse contra las tropelías del Gobierno, cuyo máximo responsable es Pedro Sánchez, no Pablo Iglesias. Todo tiene un límite, y este ya ha sido sobrepasado por el actual inquilino de la Moncloa. Él e Ivan Redondo lo saben, pero si albergaran alguna duda, que se atrevan a hacer una prueba: que Sánchez pise más la calle. Será interesante ver con qué se encuentra.