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Luis Herrero Goldáraz

Cuando todavía había esperanza

De las infinitas razones que me dicen que jamás seré un buen padre, la primordial, de la que emanan todas las demás, posiblemente sea esa inclinación tan mía a dudar hasta del clima.

De las infinitas razones que me dicen que jamás seré un buen padre, la primordial, de la que emanan todas las demás, posiblemente sea esa inclinación tan mía a dudar hasta del clima. La cosa tiene su intríngulis porque un líder no tiene permitido ser así. O, si lo es, al menos no debe arrastrar al resto de la tribu en su descenso titubeante. Por desgracia, yo soy una persona desesperadamente influenciable, nivel ministro del sanchismo, y sospecho que si tuviese un hijo podría llegar hasta a comprarle, yo qué sé, que la obligación de ir al colegio es un invento patriarcal diseñado para oprimir a las "personas en tránsito de maduración", o como quieran que llamemos a la infancia en unos meses. Mi padre, por el contrario, es un psicópata adicto al no. Jamás me ha prestado su coche, por ejemplo –y mucho menos las llaves de su casa de la playa–, por el único motivo de no sentar precedentes. Da igual cuánto trate de convencerle con argumentos que ni los de Russell contra Copleston. En su cabeza de hombre sabio se esconde la convicción de que todos los hijos somos nacionalistas en potencia, ya saben, y que tan pronto conseguimos que nos den la mano ya estamos ideando formas de arrancar el brazo entero. Es bastante probable que tenga razón.

Decía en la primera línea que un líder no tiene permitido dudar de todo y me gustaría subrayarlo. Porque una cosa es dudar en plan filósofo, para alcanzar alguna verdad sobre la que erigir un plan de acción, y otra pensar directamente que nada es cierto, lo que invariablemente nos llevará a vivir como si todo lo fuese. Esa es una de las cosas que me hacen pensar que la mayor transición que debe experimentarse en la vida es la de tener un hijo. Ni siquiera es comparable con el paso de la adolescencia, cuando uno descubre que empieza a ser responsable de sus propios actos, porque la paternidad supone una vuelta al calcetín según la cual también se es responsable de aquellos que todavía no pueden serlo por sí mismos. Un padre debe tener unas ciertas ideas férreas acerca de la vida y una total visión del mundo que transmitir, lo que le hará parecer intransigente cuando la arbitrariedad de los caprichos infantiles se enfrenten a lo que de verdad importa. Un padre debe saber decir que no. Lo contrario sería el caos y la disolución de la familia. Alguien sin esos principios asumidos, no sé, sería capaz hasta de vaciar la democracia de sentido y de premiar a quien se salta la ley, por ejemplo, desbaratando el principio de igualdad de todos los ciudadanos por unos cuantos cálculos partidistas. Pero no nos pongamos pesados tampoco.

La cosa es que todas estas reflexiones profundas me han llevado a desestimar cualquier camino que pueda conducirme en un futuro a algún cargo de responsabilidad. Voy por la vida esquivando novias y propuestas de partidos políticos, no vaya a ser que un día me encuentre siendo presidente del Gobierno y padre de familia al mismo tiempo. Con el caos que eso supondría para el país. Si se diese el caso, no descartaría acabar aplaudiéndole las pellas a Junqueras y aceptando la declaración unilateral de independencia de la república independiente de la casa de mis hijos, en plan Ikea. Así que supongo que la mayoría de los españoles coincidirán conmigo en mi propósito. Después de años siendo el bulto sospechoso en los viajes de amigos, creo haber vivido lo suficiente como para aprender que en la vida es más valioso saber renunciar a tiempo que verse obligado a desempeñar un papel para el que no se está preparado. Algunos no deberíamos mandar ni en las pachangas de fútbol sala. Algo que, hablando de deportes, convierte en una verdadera lástima el que los compañeros de baloncesto de Pedro Sánchez no supieran hacérselo ver cuando todavía había esperanza.

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