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Cristina Losada

El hombre que quiso ser rey

Era el chivo expiatorio perfecto. Y puso de su parte para serlo.

Era el chivo expiatorio perfecto. Y puso de su parte para serlo.
Europa Press

No es imposible, pero es improbable que Iván Redondo haya leído alguna vez ese extraordinario cuento de Kipling sobre dos aventureros británicos que, después de años de buscar fortuna sin obtener el resultado apetecido, llegan a la conclusión de que la India se les ha quedado pequeña y deciden marchar a Kafiristán con el plan, madurado durante meses, de hacerse reyes allí. Nada tienen los dos aventureros, salvo su plan y su astucia, o lo que creen que es tal, para embaucar a los habitantes de aquel territorio escarpado y remoto y hacerse allí con el poder. El plan incluye llevar una veintena de rifles, que han de servir para convencer a algún jefe tribal de que los contrate, por así decir, para acabar con sus enemigos, y a partir de ahí tomar el control y culminar la operación haciéndose coronar reyes.

La historia de esos dos personajes, Daniel Dravot y Peachey Carnehan, la irá contando un periodista británico en la India, tal como fue el propio Kipling. Se le presentan en la oficina una noche calurosa, cuando ya está a punto de irse a casa, y le hacen saber de su proyecto, al que no da inicialmente credibilidad. Sin embargo, ellos insisten, plenamente convencidos: "Iremos a ese lugar y le diremos a cualquier rey que encontremos: ¿quieres derrotar a tus enemigos?, y le enseñaremos cómo entrenar a los hombres, porque eso lo sabemos hacer mejor que cualquier otra cosa. Después, echaremos abajo a ese rey y ocuparemos su trono y estableceremos una dinastía". Tras lo cual, le dice Carnehan al periodista:

Hemos venido a verle para saber de ese país, para leer un libro sobre él, y para que nos enseñe mapas. Queremos que nos diga que estamos locos y que nos enseñe libros.

Aquello, como cualquiera puede imaginar, no acaba bien. Mutatis mutandis, lo de Redondo, pese a ser persona mucho más convencional que los dos aventureros, no podía acabar bien. No está claro si quiso ser rey, ni si lo exigió o lo dejó de exigir. Las versiones cambian, y puede que no tengamos ningún testigo directo, como sí lo fue Carnehan, que logró sobrevivir para contar lo que había sucedido en el Kafiristán. Ciertamente es fácil decir a posteriori que no podía acabar bien. Pero algo se podía barruntar. A fin de cuentas, no ha habido en España ningún asesor de comunicación que haya mandado tanto, o al que se haya atribuido tanto poder, como Redondo, y si lo hubo, no se llegó a saber. Por buenos motivos. Lo prudente es que no se sepa, porque los partidos todavía existen y los aparatos, también.

Se dirá que Redondo era más que un asesor de comunicación. Ah, ese era el problema. Su protagonismo, querido o no, era problemático. Aunque, a la vez, daba pie a una solución: cuando las cosas le van mal al Gobierno, le cortas la cabeza y asunto resuelto. ¿No era acaso el estratega? ¿No marcaba la línea? ¿No ha salido todo mal? Era el chivo expiatorio perfecto. Y puso de su parte para serlo. De un modo menos loco y épico que a los dos aventureros de Kipling, a Redondo le cegó el poder que consiguió gracias a esas técnicas publicitarias que hoy están sustituyendo a la experiencia política, y por las que siente devoción tanto político inexperto.

El gurú de Sánchez dijo no hace mucho que hay que estar dispuesto a tirarse por un barranco si te lo pide tu presidente, en frase sacada de la serie El ala oeste de la Casa Blanca, porque esta gente aprende la política en las series, y la verdad es que no pudo ser más premonitorio. Ya es, indudablemente, Cliff Redondo.

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