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Óscar Elía

Retirarse y rendirse

La retirada no tiene que ser una derrota: basta con que los occidentales no se rindan.

La retirada no tiene que ser una derrota: basta con que los occidentales no se rindan.
Uno de los guardias civiles que han prestado servicio en Afganistán. | ISAF Media

Retirarse y rendirse no es exactamente lo mismo, aunque ambos conceptos estén íntimamente relacionados. Una retirada no es más que un movimiento físico de tropas que, en sí, nada dice de las intenciones de las mismas. Por el contrario, un enemigo no está derrotado, nos dice Clausewitz, hasta que no reconoce que el enemigo le ha impuesto su voluntad. Uno puede retirarse y no estar derrotado, a condición de que no se reconozca como tal: no estará derrotado hasta que se rinda. Y hasta que no se rinda del todo, su enemigo no podrá cantar victoria.

Yo no sé si los barbudos afganos han leído a Clausewitz, pero sabemos bien que su retirada de gran parte del país durante veinte años no supuso su derrota, sencillamente porque ni la admitieron ni se rindieron. Donde sí sé que se ha leído al célebre estratega es en el National War College de EEUU y en otros centros de decisión occidentales... Sea como fuere, me gustaría abundar en tres errores de la estrategia occidental en Afganistán: uno relacionado con el pasado, otro con el presente y el restante con el futuro.

Respecto a lo primero, no es cierto que la derrota fuese inevitable. Durante meses, la Administración Biden ha jugado con un falso dilema: entre una salida absoluta y una ocupación masiva de Afganistán. Pero entre cero y cien mil soldados hay soluciones intermedias: la presencia de sólo 6.000 u 8.000 efectivos, de apoyo aéreo, de inteligencia y de apoyo logístico había impedido el avance talibán, limitado su capacidad para ocupar el territorio y mantenido al Ejército nacional en sus posiciones. Impedía, en definitiva, la victoria talibán. Fue la retirada lo que creó el problema. A diferencia de lo que se afirma, no es la victoria talibán lo que ha precipitado la retirada, sino que es la retirada lo que ha generado la victoria talibán.

Respecto a lo segundo, la situación en el momento presente es esperpéntica. En Kabul, Biden mantiene ni más ni menos que 4.500 hombres: media división. A los que hay que añadir varios cientos más de los demás países de la OTAN. Así que tenemos a miles de hombres de los mejores ejércitos del mundo encerrados en los límites estrechos del aeropuerto de la capital afgana, con la única misión de garantizar la seguridad de los aviones, poner orden en la evacuación y pescar en el exterior colaboradores en peligro. Al otro lado de la valla, rodeándolos y controlando el acceso al aeródromo, las orgullosas fuerzas talibán permiten o no el paso según su estrategia o humor del momento. Más allá de éstas hay un número indeterminado de norteamericanos y un número aún mayor de colaboradores locales de los occidentales, incapaces de llegar al aeropuerto y temerosos de ser cazados por la horda talibán. En cuanto al resto del país, nada se sabe, más allá de que los talibanes se han hecho con miles de vehículos, doscientas aeronaves y decenas de miles de armas, municiones y equipos de todo tipo.

El pacto sobre las condiciones de retirada ha sido catastrófico, e impone a los norteamericanos dos límites desastrosos. El primero es espacial: que los barbudos asesinen impunemente a un lado de la valla mientras al otro casi cinco mil soldados occidentales miran sin hacer nada es demencial: el corolario es que las unidades de operaciones especiales se escabullen medio a escondidas para colar aliados en el aeropuerto antes de que los maten. El segundo es temporal: el 31 de agosto está demasiado cerca y, por mucho que se multipliquen los esfuerzos, no da tiempo a evacuar; que, con los mejores soldados del mundo al otro lado de la valla, los talibanes amenacen con represalias si se amplía el plazo es de no creer. Y es aún más delirante que los depósitos de armas, vehículos y aeronaves dejados atrás por EEUU y sus aliados no se destruyan para no soliviantar a los talibanes.

En fin, los acuerdos con los talibanes suscritos en los últimos días, junto con el firmado por Trump en Doha, no sólo pueden ser incumplidos: deben serlo. Ya no es que estén costando vidas, y seguirán costándolas más adelante, sino que de hecho ya los están incumpliendo los talibanes, que dificultan el paso, imponen la violencia y obran de mala fe. Hay que salir del aeropuerto y hay que quedarse después del 31-A.

Vayamos a la tercera cuestión, la del futuro. Suele recordarse que ningún gran imperio ha ocupado nunca Afganistán, lo cual es absolutamente cierto. Pero sería más exacto decir que ningún actor ha logrado nunca unificarlo: tampoco los talibanes. Afganistán es una guerra civil perpetua, un caos mantenido en el tiempo, un desorden continuado. Pero hay desórdenes y desórdenes: aún desordenado, el Afganistán de los últimos veinte años ha sido el Afganistán más próspero y libre de la historia. Y puede evitarse que el del futuro próximo sea como el de la primera conquista talibán del poder.

¿Qué hacer? Primero: impedir a toda costa que el régimen talibán se asiente, manteniendo la presencia internacional como expresión de la voluntad de no rendir el país. Segundo: limitar su capacidad militar y policial, golpeando militarmente sus objetivos más sensibles. Tercero: alejarlo de aquellas zonas que no controla y abrir grietas donde lo hace precariamente, mediante el apoyo a los rebeldes tanto en los valles como en las ciudades donde el malestar y la oposición son mayores. Y cuarto: aislar el país y sancionar a quienes tengan la tentación de aprovecharse de la terrible situación.

La retirada no tiene que ser una derrota: basta con que los occidentales no se rindan.

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