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Javier Santamarta

Por siempre, Elia

Fijo que ha concertado una cita para una entrevista con el Altísimo, en la que esperemos que pueda meter cuchara el Padre Eterno.

Fijo que ha concertado una cita para una entrevista con el Altísimo, en la que esperemos que pueda meter cuchara el Padre Eterno.
Elia Rodríguez. | Libertad Digital

Una buena amiga de Elia me dijo hace poco que no existen casualidades, sino causalidades. No me cabe duda de que Elia, nuestra Elia, la Elia que ya siempre vamos a llevar en nuestros corazones, ha elegido este día para que estemos todos recordándola. Tal vez no lo sepan o no hayan caído, pero hoy se celebra la Noche de los Libros. Y si algo le gustaba a Elia más que un steak tartar o una peli de miedo ¡eran los libros! Libros que devoraba como ella vivía todo. De manera intensa, profunda, con una delectación ávida, impaciente… Como es ella en definitiva. Y sí, digo "es" y no "era". Pues es imposible metafísicamente pensar que Elia no va a seguir entre nosotros. Los creyentes sabemos muy bien dónde está. Para los que no lo sean, será imposible que su recuerdo se borre de sus mentes y corazones.

Y por eso Elia es. Está aquí. Mirándonos con sus ojos cordobeses y con su sonrisa que no la igualaba un arco del acueducto de Segovia. Y no me digan que exagero o que me mueve el cariño. Todos los que aquí estamos nos hemos sentido deslumbrados por ella como gamos o ciervos ante los faros de un auto en la noche. Si por algo me ha venido esta metáfora, que raya lo ñoño (cosa que odiaba Elia), es porque aún recuerdo el día en que por primera vez me encontré con ella en la radio, delante de un micrófono rojo con letras blancas, sin imaginar la de lustros que le aguardaban frente a él. Con su pelo recogido de manera imposible, y con esa voz recia que chocaba con su imagen, llevaba un vestido con un cervatillo estampado. Una enorme cabeza de Bambi, que le hacía competencia con esos quinqués incandescentes con los que te miraba.

Con esa curiosidad insaciable que tenía, y con el poco respeto hacia las canas de quien fuera. Por grande o ilustrado que se tuviera. No me cabe duda de que Elia ya ha organizado una cita literaria con Montaigne para felicitarle por su empeño con la verdad y la libertad; una tertulia entre Schopenhauer y don Federico (Nietzsche, por supuesto), para exponerles su punto de vista sobre la intensidad del hecho de "pensar hasta el final" (no, si a intensa a nuestra Elia, como se pusiera, no había quien la igualara, y así pasaba, que acababa teniendo las amigas y conocidas que verdaderamente merecieran la pena); e incluso fijo que ha concertado una cita para una entrevista con el Altísimo, en la que esperemos que pueda meter cuchara el Padre Eterno. Pues, como se entusiasme Rodríguez, va a ver lo que es que le cambie el guión. Con cariño y respeto. ¡Pero se lo cambia! ¡Vaya que si se lo cambia!

Como a todos nos ha cambiado el guión un designio inentendible para los que aquí hoy quedamos. Que nos ha dejado tristes. Desconsolados. Pero no tenemos que estarlo. Porque precisamente Elia fue siempre sinónimo de alegría. De música. De risas. Y no. No voy a vestir luto por ti, Elia, pues, aunque te encantaba ir de negro, te jorobas. Y vamos a recordarte con colores. A brindar por ti y a cantar como hiciste con Freddy Mercury. Ya sea heavy metal, una zarzuela o una jota. Como la de "La chica segoviana". Esa que dice que "son sus ojos más bonitos que la lunita de enero". Y, con el ritmo del almirez y rascando sobre una botella de anís, reiremos para tenerte así siempre con nosotros. Sabiendo que nos abrazas desde donde mereces estar, aunque, con esas prisas tuyas, hayas llegado antes que nosotros. No por eso te quedarás sin nuestro cariño y nuestro recuerdo. Por siempre. Elia.


Nota: este texto es el elogio fúnebre pronunciado por el autor en la misa funeral celebrada este viernes en memoria de Elia Rodríguez en la Catedral Castrense de Madrid.

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