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Sergio Campos

El carisma de los cancilleres

Las comparaciones con Merkel son recurrentes, pero se olvida que al llegar al poder fue ella la que tuvo que soportar la cantinela de la "falta de carisma".

Las comparaciones con Merkel son recurrentes, pero se olvida que al llegar al poder fue ella la que tuvo que soportar la cantinela de la "falta de carisma".
El nuevo canciller de Alemania, Olaf Scholz. | EFE

Se ve que ha desaparecido aquella costumbre de atar latas en los parachoques traseros de los coches de los recién casados, pero una cencerrada similar resuena cada vez que estrenamos canciller. Ahora le toca a Olaf Scholz escuchar la bulliciosa cacharrería del "carisma". Leemos que carece de él, no se sabe si debido a su moderada labor en la oposición o a las sugerentes conclusiones, cuasi lombrosianas, que los periodistas han descubierto sobre su figura y su oratoria.

Las comparaciones con su antecesora, Angela Merkel, son tan recurrentes que llevan camino de convertirse en un lugar común, pero se olvida que al llegar al poder en 2005 fue ella la que tuvo que soportar la cantinela de la "falta de carisma". Le dejaba paso todo un personaje –en el sentido más amplio del término, incluyendo el más desfavorable–: Gerhard Schröder (o Escrodero, como lo hubiese españolizado Diego de Torres Villarroel, que habla en sus memorias de uno, Johann, descubridor de unas supuestas aguas medicinales).

Me he sorprendido al leer la prensa de entonces. Pensé equivocadamente que sería intercambiable con lo que hoy se escribe sobre Scholz. En el Berliner Zeitung, dados a la sal gorda, se preguntaban si Merkel tenía atractivo sexual, ya que había dudas al compararla con Schröder o con Joschka Fischer, dos figuras cuya aura transmitía lo que daban en llamar la "erótica del poder".

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Por su parte, el Tageszeitung, que se define como "periodismo crítico e independiente de izquierdas" (yo solo cito), hablaba de la textura burguesa de la ahora excanciller:

Angela Merkel no tiene carisma alguno; como mucho, un olor a establo; asociarla con el glamour y la ostentación sería como intentar vender pepinillos de la zona de Spreewald en un desfile de Gucci (...) no tiene la talla de un George W. Bush, al que todo el mundo puede odiar y que al menos tiene el mérito de haber hecho fuerte a la izquierda de nuevo en todo el mundo. Merkel no es una villana ni una sinvergüenza. Es simplemente aburrida, poco inspirada, poco original.

El gacetillero terminaba el artículo con un augurio que le honra como arúspice:

Quienes pronostican un corto mandato de Angela Merkel se llevarán una sorpresa. Ni siquiera una inundación o un terremoto podrán deshacerse de esta mujer. Tendría que producirse una nueva crisis económica mundial o un nuevo crack bursátil como el de 1929 para que esta mujer abandone el puesto.

Aunque dudo que se escriban cosas semejantes sobre la apatía de Scholz, los paralelismos son evidentes y todo el mundo le mira del mismo modo que entonces miraba a Merkel. A finales de 2005, el Hamburger Abendblatt se sorprendía de su cambio de su "cambio de carisma":

Desde que es canciller, está radiante, sonríe con facilidad, irradia encanto, parece relajada, en paz consigo misma y con el mundo. La expresión hosca y malhumorada de su rostro, tan frecuente en el pasado, ha desaparecido.

Queda por ver cómo evolucionará Scholz. Dependerá de cómo equilibre su política interna con sus decisiones sobre el modelo europeo y cómo afecten a quienes desde la periferia le escrutamos tratando de captar el momento en que el soso devenga un zoon politikón.


Sergio Campos, escritor español residente en Alemania. Autor de En el Muro de Berlín.

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