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Luis Herrero Goldáraz

24 semanas

Les pido ahora que busquen en internet una foto de un feto de seis meses y se pregunten hacia qué última parada nos dirigimos en esta vertiginosa ascensión tan 'progresista'.

Les pido ahora que busquen en internet una foto de un feto de seis meses y se pregunten hacia qué última parada nos dirigimos en esta vertiginosa ascensión tan 'progresista'.
Pixabay

Puede que tengan razón los quinceañeros depresivos y la mayor injusticia de todas sea haber nacido. Nada hay menos voluntario, al fin y al cabo. Y tampoco nada es más gravoso. Un día uno toma conciencia de su existencia y descubre que ha sido arrojado aquí con la única obligación inesquivable de asumir su libertad, lo que en realidad quiere decir que debe aceptar también una serie de normativas invisibles superiores a sí mismo. El paso de la niñez a la edad adulta, ese trance angustioso al que llamamos adolescencia, consiste en asumir que la vida no se amolda a tus deseos. Putin se lanza a invadir Ucrania y millones de inocentes se ven sitiados por la barbarie de la guerra aunque no quieran. Existe un algo inescrutable pero evidente, una fórmula que parece gobernarnos a todos con la precisión milimétrica de las leyes de la física. Todo acto tiene consecuencias, sería la manera más sencilla de resumirla. En nuestra mano siempre queda la posibilidad de reconocerlo o de fingir que nada importa.

Una de las paradojas más curiosas de la vida es que parece venir con instrucciones encriptadas. Descifrarlas a veces se hace demasiado complicado. No deja de resultar extraño, por ejemplo, que todo lo delicioso engorde, o que lo que más nos conviene suela ser también lo que más nos cueste. C. S. Lewis lo resumió bien en sus Cartas del diablo a su sobrino cuando explicó aquello de que el mayor vicio de todos es el vicio de uno mismo. La forma ilógica por la cual la libertad mal ejercida es la que se enfoca exclusivamente en el interés propio, esa pendiente engrasada que conduce inevitablemente a un laberinto de placeres cada vez más enganchantes pero menos satisfactorios. Él ofrecía su reflexión desde la postura evidente de la doctrina católica, pero no hace falta haber salvado a Dios para darnos cuenta de que el mundo funciona en gran medida de esa forma. Si somos sinceros, reconocemos que existe algo atrayente en el sacrificio del desprendimiento, un continuo acto de voluntaria heroicidad, mientras que el egoísmo se parece más a una ponzoñosa esclavitud.

Es posible que hablar de ética en estos términos sea la mejor forma de que no me escuchen quienes continúan ligando estos asuntos a una Iglesia a la que detestan. Pero la religión no es tan fundamental en el debate. Uno puede continuar dudando de la trascendencia divina y reconocer al mismo tiempo que todos seguimos sometidos a alguna idea de bien que debemos perseguir libremente. También puede creer que existe el mal, y que la insatisfacción nace precisamente de nuestra incapacidad para asumirlo. La condena de la libertad consiste en tener que decidir constantemente, incluso cuando todas las opciones frente a nosotros nos resulten demasiado costosas. Huir de la guerra o quedarse. En cualquier caso, el estallido del conflicto ya es una derrota. Las encrucijadas de conciencia ajenas se observan entonces desde una perspectiva diferente, ya que nadie está nunca lo suficientemente libre de pecado como para tirar la primera piedra.

El dilema del aborto, por ejemplo, es quizás el más dramático e interesante que se puede plantear a este respecto. Es difícil encontrar otra situación en la que se enfrenten de una forma más perfecta los intereses individuales y colectivos de un ser humano. Casi todos entendemos la incomodidad de una mujer que percibe, como es lógico, cualquier intromisión externa a su embarazo como una inadmisible violación de su libertad. Y sin embargo ahí sigue estando el embrión, con su condición de ser humano en potencia y su completa dependencia de una individualidad ajena a él, aunque indudablemente libre. No creo que nadie pueda juzgar a una mujer que se encuentre ante un dilema semejante, tome la decisión que tome. Del mismo modo, catalogar genéricamente cualquier interrupción voluntaria del embarazo como un progreso necesario y justo es de una simpleza demasiado burda. Menospreciar a los provida, como si sus argumentos fuesen desvaríos de zumbados ansiosos por imponer sus creencias, es una forma muy siniestra de dejar de mirar a la complejidad del debate. El último ejemplo es cristalino. En Colombia celebran la despenalización del aborto hasta la semana 24 como un avance histórico. Pocos de los que han recibido la noticia entre vítores parecen dispuestos a plantearse dónde está quedando la responsabilidad de los adultos y su obligación de asumir las consecuencias de sus actos libres. Les pido ahora que busquen en internet una foto de un feto de seis meses y se pregunten hacia qué última parada nos dirigimos en esta vertiginosa ascensión tan progresista.

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