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Emilio Campmany

El precedente sirio

Putin no debería haberlo considerado un test sobre cómo reaccionaría Occidente ante una invasión de Ucrania.

Putin no debería haberlo considerado un test sobre cómo reaccionaría Occidente ante una invasión de Ucrania.
EFE

Unos días antes de intervenir en Siria, Putin hizo en la ONU un llamamiento a Occidente para forjar una alianza que fuera a Siria a luchar contra el terrorismo islámico. Nadie le secundó, pero cuando envió su ejército ninguna objeción tuvo, pues iba allí a hacer lo que Occidente hubiera querido pero no sabía cómo. Naturalmente, Putin no combatió al ISIS más que en lo necesario para salvar al régimen de Bashar al Asad. Entre sus tácticas, descolló el bombardeo de objetivos civiles, especialmente hospitales, hasta desmoralizar por completo a los rebeldes. De esta manera creyó haber infligido a Occidente una terrible derrota por haber conseguido la supervivencia de un régimen que no puede ser más opuesto a nuestros valores. Y lo hizo comprobando que nadie movió un dedo para evitarlo. Apenas tuvo bajas, consiguió demostrar que su Rusia, a diferencia de la URSS, era capaz de vencer en Oriente Medio y logró establecer unas importantes bases en el Mediterráneo oriental. Pensó que, si Occidente le había dejado hacer todo eso, crímenes de guerra incluidos, podría hacer lo mismo en Ucrania.

De lo que no se dio cuenta es de que Occidente no había sido derrotado en Siria. Es verdad que el objetivo de derrocar a Asad no se había logrado porque Putin lo impidió. Pero no hay que olvidar que, en vista de cómo había terminado la Primavera Árabe, lo ocurrido en Libia tras la caída de Gadafi o en Egipto tras la de Mubarak, y lo que inevitablemente acabaría ocurriendo en Afganistán, no tenía sentido enfrentarse a Rusia para sustituir al régimen sirio por otro islamista, potencialmente más peligroso para Occidente que el del propio Asad. Al contrario, fue una solución muy conveniente que Rusia lo salvara y no tener los Gobiernos occidentales que arrostrar ante sus opiniones públicas la responsabilidad de dejar en el poder a un criminal.

Así que la derrota que Putin creyó haber infligido a Occidente estuvo muy lejos de ser tal. Y Putin no debería haberlo considerado un test sobre cómo reaccionaría Occidente ante una invasión de Ucrania. Para empezar, los ucranianos se sienten occidentales y se esfuerzan por abrazar sus valores. En Siria tan sólo una facción parecía creer en la democracia, y no con demasiado fervor. En Kiev no hay un régimen que salvar de la presión de su pueblo. Lo hubo en 2014, el de Yanúkovich, pero ya no queda nada de él y los pocos respaldos que podría haber tenido entre la población ucraniana volaron en pedazos cuando cayeron las primeras bombas rusas. El ejército ucraniano no es el de unos desorganizados rebeldes, sino unas fuerzas armadas modernas que llevan ocho años preparándose para esto. Los bombardeos de hospitales, que en Siria fueron recibidos con indiferencia por Occidente, algo de lo que deberíamos avergonzarnos, generan en Ucrania una corriente de solidaridad tan poderosa que apenas se oyen por aquí voces que clamen por una rendición. En consecuencia, la mella que puedan hacer tan delictivos actos en la voluntad ucraniana de resistir se compensa con la ayuda militar y de todo tipo que el país agredido recibe de un escandalizado Occidente.

Putin se tiene por un hábil cínico y desprecia a Occidente por no serlo y estar atado de pies y manos por su buenismo pacifista, que es lo que supone que lo tuvo inmovilizado mientras él planchaba Siria. No se ha dado cuenta de que Occidente puede ser igual de cínico cuando alguien de su calaña nos hace el favor de obligarnos a perder una guerra que no nos conviene ganar. Donde las dan las toman.

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