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Cristina Losada

Macron, listillo

Los primeros populistas son los que no soportan que haya gobernantes que no oculten su inteligencia.

Los primeros populistas son los que no soportan que haya gobernantes que no oculten su inteligencia.
Emmanuel Macron, en un acto de campaña. | EFE

Hay toda una tendencia por estos pagos a encasquetarle a Macron el birrete de la arrogancia. Birrete digo porque también le encuentran y censuran un tono profesoral. O de primero de la clase, cosa que fue. Y a decir que va de listillo, que así llamamos al que es listo, sobre todo si está en la política. Quizá es por eso, por lo de mejor tonto que listillo y arrogante, que en España se ha encumbrado alguna vez al Gobierno y a su presidencia a algún tonto de más. Mucho escándalo causa el populismo entre la tropa, pero los primeros populistas son los que no soportan que haya gobernantes que no oculten su inteligencia.

La cruz de estas tonterías, a las que hay mucha afición en la farándula mediática, es que los supuestos malos rasgos de carácter se eleven a explicación política. En el caso francés, se ha llegado a ver la hipotética arrogancia de Macron como el defecto que ponía en riesgo su reelección y la clave de que tantos franceses votaran por Marine Le Pen. Esto ya es tener por tontos a los votantes e ignorar los problemas de fondo que hicieron más reñida y difícil para Macron esta contienda que la anterior.

Conseguir la reelección no es fácil en Francia. El listillo es el primero que sale reelegido en veinte años. Desde Chirac nadie había revalidado el mandato. Ni Sarkozy, otro listo, ni Hollande, que acertó al menos en una cosa: no volver a presentarse. Lo primero que hay que decir, por tanto, es que Macron ha tenido un éxito excepcional si se consideran los fracasos de sus predecesores a la hora de repetir. Más todavía si se tiene en cuenta el descontento de millones de franceses con su situación económica, al punto de que a Macron le han votado aquellos a los que les va bien y a Le Pen, parte de aquellos a los que les va mal.

Sólo un año y pico después de su deslumbrante primera victoria fue sintomática la revuelta de los chalecos amarillos, punta del iceberg del malestar de las clases medias y populares ante una mezcla de factores que están provocando su empobrecimiento y descomposición. Quien crea que la arrogancia de Macron es la clave de algo no podrá entender que la pérdida de poder adquisitivo haya sido el tema de estas presidenciales. Ni tampoco que la percepción de que Francia, la Francia de siempre, está desapareciendo haya aumentado la bolsa de votos del nacionalismo de Le Pen.

La popularidad de Macron bajó de golpe un 23 por ciento a raíz de aquella subida de impuestos al diésel y la gasolina que impuso en 2018. La impuso por bellas razones ecológicas, apelando a los objetivos climáticos que hoy forman el núcleo de la ortodoxia política en la Unión Europea. ¿Quién se puede oponer a menos contaminación, menos emisiones de CO2? ¿Quién no va a querer salvar el planeta? Macron no calibró los efectos. No tuvo en cuenta a todos los "preocupados por el fin de mes, no por el fin del mundo". Tampoco los tiene en cuenta Bruselas, que acaba de dictar que no conviene bajar el IVA para contener la subida de tarifas energéticas ni bonificar los combustibles.

La primera, contundente y violenta protesta contra la transición energética fue en Francia. Y más que vendrán si los gobernantes, en lugar de escuchar a su instinto político, hacen caso de las recomendaciones bruselenses. Es fácil volverse populista y antiélite con ciertas élites al mando. Macron se ha salvado porque tuvo la inteligencia de anular rápidamente aquella subida, por haber regado ayudas y por tener como rival a una candidata que unifica el voto en contra. El mensaje telegráfico que envían las presidenciales francesas es que la economía manda y los impuestos importan. Hace tiempo que no estamos en la bonanza perpetua. Tomen nota los que aún no la han tomado de que la época del postmaterialismo está llegando a su fin.

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