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Cristina Losada

Boris Johnson y el enemigo interno

En esta década y media la dimisión del primer ministro británico no es un hecho excepcional; es la norma. Una norma que el sistema británico facilita.

En esta década y media la dimisión del primer ministro británico no es un hecho excepcional; es la norma. Una norma que el sistema británico facilita.
Un cartel contra Boris Johnson lucido en protestas en Londres. | EFE

En la lista de primeros ministros del Reino Unido que han dimitido en los últimos quince años se acaba de anotar un nombre más. Es, sin duda, una lista notable. Están todos. En 2007 dimitió Tony Blair, acosado por los malos resultados electorales. Le sucedió Gordon Brown, quien dimitió en 2010. Su sucesor, el conservador David Cameron, dimitió en 2016 a la vista de los resultados del referéndum del Brexit que él mismo había prometido convocar y que convocó pensando que saldría de otra forma. Su sucesora Theresa May dimitió en 2019, presionada por su partido por su poca diligencia en llevar a cabo el mandato del Brexit. Fue entonces cuando entró en escena Boris Johnson, dispuesto como el que más a ejecutar el mandato del referéndum, aunque ya había dado señales después de la renuncia de Cameron.

En esta década y media, la dimisión del primer ministro británico no es un hecho excepcional; es la norma. Una norma que el sistema político británico facilita. El partido, a través de sus representantes en el Parlamento, puede forzar y fuerza la caída del jefe. Los porqués son variados y no siempre transparentes. Las luchas de poder internas existen como en cualquier lado. Es probable que May, que continúa en el Parlamento, haya visto con satisfacción la caída de uno de los que conspiraron contra ella. Pero el final de Boris ha causado una satisfacción más amplia. Fue todo un pulso y en un pulso alguien tiene que perder y alguien tiene que ganar. La campaña en contra fue feroz, todo lo feroz que puede llegar a ser la prensa británica, y así Johnson, que hizo de periodista hace años y enviaba crónicas tremendistas sobre la Unión Europea, ha tenido que probar su propia medicina.

Las filtraciones sobre las fiestas durante el confinamiento, que permitieron quemarlo a fuego lento en las portadas, son un clásico de la venganza. Una venganza de su gurú Dominic Cummings, uno de los cerebros de la campaña del Brexit, que fue despedido, o de otros miembros despechados de su equipo. El asedio del "partygate", la caída de los tories en las encuestas y un escándalo final, el que protagonizó Chris Pincher, número dos del grupo parlamentario, por acosar sexualmente a dos hombres en un club londinense, pusieron a prueba los nervios del partido Conservador y sellaron el destino de Boris.

Johnson no ha caído porque no dijera la verdad sobre las fiestas que celebró cuando los británicos tenían prohibido hacerlas por orden del gobierno. Sería demasiado bonito que la mentira se pagara tan cara en política. Tampoco por ser un tipo estrafalario, por su extraño peinado o por usar la retórica populista. Ha caído porque logró formar una gran coalición de enemigos compuesta por el enemigo más letal, el interno.

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