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Luis Herrero Goldáraz

Dios nos libre del pedestal

Uno se pregunta si no fue ese mismo espíritu que Garci exhibe ahora el que tanto nos cautivó cuando no teníamos motivos que nos impidieran entenderle.

Uno se pregunta si no fue ese mismo espíritu que Garci exhibe ahora el que tanto nos cautivó cuando no teníamos motivos que nos impidieran entenderle.
José Luis Garci, durante una entrevista en el Teatro Español. | David Alonso Rincón

Una de las peculiaridades de que te confundan con tu padre, sobre todo si tu padre dirige un programa de radio y en ese programa participa, digamos, José Luis Garci, es que a la mínima que el director protagoniza una polémica comienzan a llegarte mensajes que no estaban pensados para ti. No son muchos, la verdad. Ni siquiera los suficientes como para hablar de marejada ciudadana. Pero uno, que no está acostumbrado a este tipo de cosas y que tiende a considerar que cualquier golondrina hace verano, no puede evitar sentir unas ganas inmensas de generalizar y descargarse en tuits de los que luego tendrá que arrepentirse. Menos mal que todavía existen tiempos mínimos que permiten recapacitar y embridar las emociones. Además, puestos a opinar, mejor dejarlo escrito en un artículo, que se lee mucho menos y ofrece más espacio para el abandono.

No es una cosa que pase a menudo, todo hay que decirlo. En términos generales, Garci se había convertido un poco en el abuelo de casi todos, esto es, de todos los que preferimos refugiarnos en la nostalgia de un pasado muy concreto ante la vorágine apabullante de la modernidad. De él respetamos, además, esa vocación de verso libre, de "no haber sido nunca un progre", como tanto repite él, entendiendo esa palabra como la etiqueta que diferencia a los puros de corazón en una izquierda demasiado obsesionada con la adhesión al dogma. El problema de ese tipo de frases es que cada uno las interpreta como quiere. Y de ahí, supongo yo, que su firma en la petición de indulto a Griñán haya descolocado a tanta gente.

Tampoco se trata aquí de justificar lo injustificable, de traicionar valores en los que uno cree o malvender mi rectitud intelectual por afinidades personales. Sobre ERES, indultos e injusticias escribe mucho mejor Guadalupe Sánchez Baena que yo, y suelo suscribir la mayoría de las cosas que firma. Este artículo versa sobre otros asuntos, mucho menos rotundos y por tanto mucho más escurridizos. O quizá no. Pero sobre todo trata de reflexionar acerca de esta decepción comunitaria que ha afectado a tantos, y de sus posibles respuestas e incomodidades.

Ante este tipo de dilemas, uno piensa en muchas cosas. Piensa, por ejemplo, en la indignación de los que se han sentido traicionados por quienes tenían en alta estima. Y entiende sus motivos e incluso llega a compartir algunos. Uno trata de comprender, también, qué extraño mecanismo es el que nos lleva a erigir estatuas de personajes públicos a los que apenas conocemos, y en la poca culpa que tienen ellos de que les hayamos cincelado en piedra. Uno piensa, en definitiva, en quién es uno para exigirle a nadie la perfección moral; para juzgar sus dilemas, sus convicciones y sus decisiones; y en si de verdad es necesario hacer pasar un examen de pureza a todas las personas con las que seguimos compartiendo suficientes cosas como para continuar queriéndolas en la distancia.

El caso es que uno piensa. Y se le ocurre que en ese extraño mecanismo que idealiza a las personas y promueve la erección de sus estatuas se esconde también la tentación de cancelarlas. Y que es precisamente aquí, en este tipo de discrepancias absolutas, donde se justifican todos los que alguna vez han exigido la cabeza de cualquiera con el que no pueden estar de acuerdo. Uno recuerda entonces las palabras de Garci, que "nunca ha sido un progre", y se pregunta si no fue ese mismo espíritu que exhibe ahora, el que encuentra honor en la amistad y no se preocupa por el posible linchamiento de ideólogos y moralistas, el que tanto nos cautivó cuando no teníamos motivos que nos impidieran entenderle. Y resuelve que es así. Así que uno decide abogar por Garci y brindar por la amistad, esa extraña cosa que antepone los afectos a la justicia. Y se empeña en dejarlo por escrito, para escarnio público, no vaya a ser que algún imprudente pretenda subirle a un pedestal en algún futuro improbable, con el riesgo que eso tiene de derribos y de desengaños.

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