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Luis Herrero Goldáraz

¿Cuánto pagarías por salvar el planeta?

Destrozan símbolos sin destrozarlos, como si quisiesen defender la causa del clima pero mirando antes la factura.

Destrozan símbolos sin destrozarlos, como si quisiesen defender la causa del clima pero mirando antes la factura.

Me gusta imaginar a Scruton durante Mayo del 68. Disculpen mi arrebato de pedantería. Intentaré explicarme. Me gusta imaginar a Roger Scruton durante Mayo del 68 porque él mismo dijo que al vivir aquello no pudo más que sentir un profundo desapego por las causas que propugnaban sus compañeros de generación. Veía al resto de jóvenes cargar contra todo en pro de nada y sentía una impotencia inmensa, una impotencia estilo José Hierro, como si, de hecho, después de todo en realidad no hubiese nada. O, por indagar en ello hasta el final, como si tampoco importase nada que la nada fuese nada, "si más nada será, después de todo, después de tanto todo para nada". Se hizo conservador, claro, que es la manera más rápida de contraponerle un algo al nihilismo posmoderno, aunque ese algo ya no exista y en su lugar haya otra cosa.

Pero vuelvo, que me estoy liando. Me gusta imaginar a Scruton durante Mayo del 68 porque me lo imagino igual de anciano que cuando descubrí su obra, pocos años antes de que al final muriese. Así que me imagino a un Scruton setentón en el cuerpo de un veinteañero. Y me lo imagino indignado, cómicamente indignado, sumido en ese llamativo contraste que provoca ver a gente actuando como si fuese mucho más mayor de lo que es, quizá porque hay algo tierno en la ancianidad prematura, tan contraria a la infancia tardía, que como mucho provoca pena.

Yo me pregunto cuántos Scrutons, cuántos conservadores recalcitrantes de veinte años estarán naciendo al ver a los activistas del progresismo ecologista de hoy, tan jóvenes e intrépidos, tan profundamente vacíos que destrozan símbolos sin destrozarlos, como si quisiesen defender la causa del clima pero mirando antes la factura de lo que les tocará pagar por los destrozos que vayan dejando a su paso. Unos tiran sopa de tomate sobre el cristal que protege un cuadro que vale millones y reconocen que jamás se la habrían tirado a la tela directamente, que tampoco están locos. Otros se pegan con cola al suelo de un concesionario pero exigen que no les corten la calefacción y que les acerquen agua con la que mantenerse hidratados, que son activistas pero ante todo personas, qué coño. Así que, en fin, lo máximo que consiguen es que yo mismo quiera convertirme en un anciano británico, el único lugar que conozco que permite gritarle a alguien sus contradicciones a la cara sin perder la elegancia.

El último ejemplo ocurrido esta semana es el que mejor se presta a este tipo de elucubraciones maximalistas con las que algunos articulistas nos dedicamos a inventar el zeitgeist de nuestro tiempo en los periódicos. Unos vándalos adscritos al ecologismo global han atentado contra la efigie de Carlos III. Esto es, contra su figura de cera. Dos jóvenes intrépidos, tan desesperados por su dependencia total de un sistema que está abocando a la humanidad a su extinción, se han colocado delante de un muñeco y le han estampado una tarta en la cara. Eso sí que es arriesgado. Si de aquí no surgen cien ensayos sesudos sobre la máscara y la apariencia, sobre la realidad y la representación, yo me sentiré decepcionado. Los dos vándalos son idealistas y valientes, por supuesto. Pero ante todo son asépticos. O sea, son los activistas perfectos. El último eslabón de la cadena evolutiva del buen revolucionario.

Lo que también es verdad es que nadie es inmune a sus acciones. Uno los ve ahí colocados, por ejemplo, con esa cara de autosuficiencia que más que intrepidez lo que sugiere es soberbia y no puede evitar llegar a conclusiones precipitadas. Así que uno piensa y se plantea, no sé, si no será verdad aquello de que una causa es tanto más justa cuantos más riesgos estén dispuestos a correr quienes la defienden. Y se pregunta cuál será el máximo grado de ecoansiedad que puede soportar el cuerpo humano antes de petar y hacer locuras. Pero locuras de verdad. Locuras como quitarse el velo en el centro de Teherán, me refiero. Ese tipo de performances que salen más caras que lo que pueda valer un Van Gogh o mancharle la cara a un monarca. No digamos ya que fingir que se hace todo eso, aunque en realidad no se haga.

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