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Cristina Losada

La cara sucia de la "transición verde"

La "transición verde" proyecta un mundo ideal reservado para los ricos, mientras los pobres viven o malviven en el sucio mundo de siempre.

La "transición verde" proyecta un mundo ideal reservado para los ricos, mientras los pobres viven o malviven en el sucio mundo de siempre.
Activistas ecologistas tiran sopa de tomate a un cuadro de Van Gogh. | Dailymotion

El activismo contra el cambio climático es una de las mil y una formas de activismo que nos ha tocado soportar en estos años de siglo. Porque el fin —o casi— de las ideologías sistemáticas no ha enterrado la pretensión de edificar algún maravilloso mundo nuevo sobre la tabla rasa de lo existente. La pretensión continúa, sólo que atomizada. El activista es el personaje de nuestro tiempo. No ha habido nunca tantas personas dedicadas a alguna causa, naturalmente buena, ni tantas empeñadas en cambiar el mundo y, sobre todo, en cambiar a sus semejantes. La cantidad de activistas que quieren moldearnos se multiplica y todos van de salvadores, pero se llevan la palma los que quieren salvar al planeta del cambio climático.

Los salvadores del planeta siguen la estela de ciertas organizaciones ecologistas que optaron, hace años, por acciones espectaculares para atraer la atención de las cámaras, y lo hacen porque la fórmula funciona. Si salieran a la palestra con datos y argumentos, no les haría caso nadie, pero si lanzan unos botes de sopa de tomate al cuadro de Los Girasoles de Van Gogh, tienen publicidad asegurada. Lo de la sopa de tomate no fue un guiño deliberado a Warhol, pero es a Warhol a quien se le atribuye la frase de que que todo el mundo iba a tener sus quince minutos de fama. Eso es exactamente lo que el activista busca, dando por sentado, que es mucho dar, que sabe qué es lo que busca. El activismo es más de hacer que de saber y de pensar más bien poco.

Tan poco pensaron las que arrojaron el tomate que cuando tocó explicar su acto vandálico dijeron que protestaban, a la vez, contra la carestía de los precios de la energía y contra el cambio climático. Eso no puede ser. No se puede estar al mismo tiempo en contra de la reducción del suministro de energía, porque provoca un alza de precios y en contra de que aumente el suministro de energía, porque hay que eliminar los combustibles fósiles. La incompatibilidad es manifiesta. No es posible disponer de una energía barata y abundante y, simultáneamente, acabar con el petróleo, el carbón o el gas natural de un plumazo. Estamos viviendo en directo esa imposibilidad. Y pagando su precio.

El activismo, decíamos, no es de mucho pensar. Lo mueve la pasión redentora, no la reflexión coherente. Pero no son sólo unos activistas los que caen en el disparate. La "transición verde", que han abrazado Gobiernos de todo tipo en los países ricos, lleva dentro la misma discordancia. Y no es banal recalcar lo de países ricos, porque esto va de riqueza y de pobreza. Los ecológicos planes de futuro pintan un mundo ideal en el que hemos abandonado los sucios combustibles fósiles, hemos reducido el uso de energía en aras de una vida más natural y hasta hemos dejado atrás la obsesión por el crecimiento económico. Pero resulta que en ese mundo soñado no vamos a ser más pobres, sino más ricos o igual de ricos que ahora.

Ese milagro no puede ser y además es imposible. Mejor dicho: puede ser que los ricos de los países ricos no sufran merma. Pero los pobres de esos mismos países serán más pobres. La "transición verde" proyecta un mundo ideal reservado para los ricos, mientras los pobres viven o malviven en el sucio mundo de siempre, y pagando más caros energía y combustibles. Ya lo estamos viendo. Tan disparatado como el activismo de las sopas de tomate.

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