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Luis Herrero Goldáraz

Vamos a decir mentiras

Para los detractores de Leguina, antes que los españoles está el Gobierno y antes que el Gobierno está el partido.

Para los detractores de Leguina, antes que los españoles está el Gobierno y antes que el Gobierno está el partido.
Pedro Sánchez. | EFE

Que "la política embrutece" podría ser una de esas tantas frases hechas que significan mucho precisamente porque no significan nada. Frases como de refrán apolillado. Sentencias que se repiten sin pensar y que sólo se comprenden verdaderamente una vez se ha sufrido lo que encierran. Yo sólo supe que un clavo saca otro clavo cuando el clavo al que había que sacar fui yo. Y ahí estoy, que ya no sirvo. Fue entonces cuando repetí la frasecita con voz de asombro, como se repite intuyo el nombre de un familiar muerto, y pude ver delante de mí toda esa sima de verdades que se conocen pero no se ven hasta que un trauma inesperado las desvela.

La política embrutece porque cambia la realidad y la deforma. Le obliga a uno a entender las cosas al revés, como si nunca hubieran significado lo que significan o pudiesen ser exactamente como las quiere maquillar el orador más terco. Para la política la lealtad no es lealtad. O, mejor dicho, la lealtad es lealtad y deslealtad al mismo tiempo. La lealtad de Schrödinger. De modo que Leguina puede ser un desleal pese a haberle sido fiel a sus ideas, mientras que aquellos que medraron desdiciéndose son más heroicos que serviles por haberse mantenido al pie del líder.

Todas estas cosas no se saben, claro, hasta que se hace imposible no saberlas. Uno nace, crece y antes de llegar a la edad de reproducirse ya ha interiorizado hasta el tuétano aquello de que es mejor votar al señor que prometa menos cosas, pues suele ser también el que menos decepciona. De todas formas lo normal, a cierta edad, es cuestionar la mala fama de los políticos. Son aquellos años difíciles e idealistas que sólo pueden acabar de dos maneras: embruteciéndote o volviéndote pesadamente lúcido, o realista triste, eufemismos ambos que sirven de igual modo para llamarle a alguien aguafiestas.

El mayor pecado de Leguina ha sido ese, precisamente, y por eso al escuchar acusaciones que le tachan de traidor poco elegante debe entenderse, simplemente, que se ha convertido en un cenizo. Él considera que su ya expartido, que gobierna España, está diseñando un Código Penal a la medida de los delincuentes que quieren servirse del Gobierno de España para destruir España. Así lo han reconocido ellos, ni siquiera hace falta deducirlo. Sin embargo, para los detractores de Leguina antes que los españoles está el Gobierno y antes que el Gobierno está el partido. O así se mueven.

Quizá la mayor prueba de que la política embrutece reside en que quienes se ganan la vida diciéndole a las gentes que su trabajo es necesario, pues sirve para velar por sus derechos, pueden argumentar después que lo necesario es sacrificar esos derechos con tal de salvarles a ellos el puesto, tan necesario.

Si son capaces de colarnos eso, no sorprende que se atrevan a darle la vuelta a todo lo demás. Para un ladrón normal, un pobre diablo de la calle, robar para enriquecerse siempre sería menos deshonroso que robar con el único cometido de ensañarse con su víctima. Para un político, al parecer, la cosa funciona al revés. Un político puede sufragar con el dinero de todos el ilegal aumento de privilegios de la clase privilegiada. Puede quitarle la plata a los pobres como paso previo a quitarles los derechos. Y autoproclamarse Robin Hood también, si le apetece. Siempre habrá gente que le crea y yo lo entiendo. Al fin y al cabo, las verdades más obscenas suelen ser también las más difíciles de asimilar.

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