
No ha habido nunca tanta gente empeñada en hacernos buenos. En hacernos buenos según su particular criterio, aunque ya ha dejado de ser particular: es general. Porque ese específico criterio, esa suerte de nuevo catecismo, se predica desde la autoridad pública, a través de sus múltiples altavoces, y configura el nuevo patrón de normas sociales que hay que aceptar y al que hay que amoldarse. La cuestión es si con tanta gente empeñada en hacernos buenos vamos a terminar siendo peores, pero hay que pasar por un par de asuntos previos antes de llegar.
Las normas del bueno contemporáneo se han ido ampliando, y más que se ampliarán, pero ahí van algunas en desorden: consumir de forma responsable; vivir de forma sostenible; hacer cada uno lo que debe hacer para salvar al planeta —esta norma se subdivide en multitud de secciones: desde dejar de usar combustibles fósiles hasta dejar de comer carne—; hablar de forma inclusiva; hacer visibles a los invisibles; reconocer que se pertenece a un grupo opresor y reconocer a las víctimas de ese grupo opresor; y, cómo no, ser antimachista, antirracista y antifascista, unos "anti" que requieren de los correspondientes contrarios, por lo que los machistas, los racistas y los fascistas, si no existen, se impone inventarlos.
Hay muchas más, porque este es un terreno fértil donde brota toda semilla lunática, pero para hacerse una idea, vale la muestra. En tiempos, cuando empezó el trastorno, se etiquetó como "corrección política" y se habló de dictadura. Es mucho más que eso. Una parte de estas normas han pasado a ser ley, y están garantizadas por el poder coercitivo del Estado; otras se imponen por la vía de la coerción social. El mundo de las redes sociales es uno de los campos de prueba de la nueva normativa. Las que parecieron rarezas de activistas de una mutación de la izquierda han logrado entrar en los sanedrines del establishment como seductoras vías para hacerse perdonar privilegios y se han filtrado al cuerpo social como normas de obligado cumplimiento con una esencial característica: no se pueden discutir. Es más, antes pueden incumplirse que discutirse.
Toda la normativa para hacernos buenos ha tenido el resonante triunfo de trazar el nuevo mapa de la conformidad social. Fuera de ahí quedan las tinieblas exteriores, como siempre, para los malos sin remisión. Pero la gente quiere ser buena o parecerlo, y estar en la conformidad tiene además ventajas que cualquiera ve. No es sólo sentirse bien por ser bueno. Es que hay que vivir. En este nuevo mundo bueno y feliz, para cualquier proyecto que pueda necesitar la bendición y la subvención de los "de arriba", como decían los podemitas en su fase popular, hay que ajustarse perfectamente a la expresión normativa. Esto lo sabe todo el mundo sin que haga falta que se lo expliquen, y se aprecia que tienen conciencia directa de ello los jóvenes que quieren despuntar. Si no vienen amoldados, se amoldan por la cuenta que les trae.
Triunfo es, pero es triunfo de doble filo. En su último libro, Francis Fukuyama dice que en la década de los 50 del siglo pasado se llegó a la culminación del consenso y la conformidad social. En las democracias liberales, esta confluencia se tradujo políticamente en un solapamiento de las dos grandes corrientes, que en Europa supuso que socialdemócratas y democristianos edificaran de común acuerdo el Estado de bienestar. Pero detrás de la fachada donde el consenso y la conformidad dominaban y parecían inexpugnables, se gestaban nuevas corrientes antagónicas que, algunos años después, la echaron abajo. Es una ley no escrita que el exceso de conformidad va a producir su contrario. Es claro que no vamos a ser mejores por la incesante presión de la nueva normativa. Quizá tampoco peores, aunque lo están poniendo tentador. Pero podemos prever que cuanto más presión, antes estallará.
