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Javier Gómez de Liaño

Adiós a Javier Castro-Villacañas, un hombre de bien

Javier Castro-Villacañas nació para ser un hombre bueno. Mi deseo era verle centenario. No ha podido ser.

Javier Castro-Villacañas nació para ser un hombre bueno. Mi deseo era verle centenario. No ha podido ser.
Javier Castra-Villacañas en los estudios de esRadio | EsRadio

Ha muerto un hombre de bien. Se llamaba Javier Castro-Villacañas y tenía 58 años. Hoy en el corazón de muchos las campanas del dolor tocan a difuntos porque un marido, un padre, un hermano, un amigo y un gran hombre se nos ha ido. Desde aquí, tras darle el último adiós en el cementerio de La Paz de Madrid, donde sus restos mortales descansan junto a los de su padre, deseo rendirle el justo homenaje de un respetuoso recuerdo. La tarea es difícil, pues a mí cuando muere una buena persona me invade un inmenso vacío. Quizá sea porque, como nos enseña el Petrarca, la muerte se lleva a los mejores para dejarnos vivos a los malos.

Es cierto que un hombre es la columna de una biografía, alguien que mientras vivió hizo cosas. Pero también es un ser que un día desaparece y se convierte en pasado. De Javier Castro-Villacañas, sin duda que quienes siguieron su trayectoria recibieron saludables lecciones. Una, la de ser un hombre coherente y fiel a unos principios tan elementales como férreos. En la hora triste de las alabanzas fáciles no quiero dejarme llevar por una estéril adulación, ajena, desde luego, a mi talante y al suyo, pero ello no quita para dejar constancia aséptica de su sobresaliente actividad como periodista, profesor y escritor y, sobre todo, luchador en favor de la verdad, algo que para él era transcendental. Lo dijo Federico Jiménez Losantos el pasado 26 de noviembre cuando al recibir de manos de Javier el premio Antena de Oro de radio, evocando a Miguel de Unamuno, afirmó que "más importante que tener razón es tener verdad".

Fugit irreparabile tempus. El tiempo huye sin remedio. Y la vida también. Son tan crueles como ciertas las palabras de Shakespeare cuando nos advierte de que maduramos y maduramos de hora en hora para luego, de hora en hora también, pudrirnos y pudrirnos hasta que se acaba el cuento. Pero la vida, además del corazón que late, es el pensamiento que flota sobre el corazón inerte. Lo malo de la muerte de Javier Castro-Villacañas es el hueco que deja en el corazón de sus seres queridos. Eso pese a no olvidar que lloramos a los muertos como si ellos sintieran la muerte sin saber que los muertos están en paz.

En fin, me despido. Mis palabras fúnebres podrían ser muchas más, pero prefiero poner aquí el punto y final a este modesto obituario. Javier Castro-Villacañas nació para ser un hombre bueno. Mi deseo era verle centenario. No ha podido ser. Ni siquiera ha llegado a sesentón y ello me entristece. A cambio, me emociona que pueda ser recordado como alguien que vivió caminando por el sendero sin fin de la conciencia limpia.

Como Alonso Quijano, Javier ha muerto llevando la libertad y la bondad en su alma. Lo ha hecho al lado de Alejandra, su mujer, de sus hijos y hermanos, a los que quería sin límites. Y es que, pensándolo bien, ni morir puede hacerse sin amor.

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