
¿Se acuerdan ustedes de los neoconservadores, neocons en inglés? Hoy se habla poco de ellos, y casi siempre para soltar naderías, pero hace algunos años estuvieron de moda. Los primeros neocons, allá por los años sesenta, eran izquierdistas, a menudo trotskistas, partidarios de la revolución comunista mundial, opositores a una guerra de Vietnam que concebían imperialista y partidarios del aborto y demás causas denominadas progresistas. Algunos llegaron alto en el gobierno y las finanzas, como Paul Wolfowitz, vicesecretario de Defensa con Bush II y presidente del Banco Mundial.
Con los años irían evolucionando hacia las posturas que hoy les caracterizan. Por lo que se refiere a la política exterior, consideran que los USA gozan de una superioridad moral que les obliga a imponer regímenes democráticos en todo el mundo, incluso mediante la fuerza. Derrumbado el comunismo a finales de los ochenta, el último enemigo a batir sería el islam, al que los neocons prefieren llamar islamofascismo.
La gran oportunidad para que la Casa Blanca adoptase sus criterios fue el 11-S. Uno de sus representantes más influyentes, Michael Ledeen, escribió un importante artículo, Creative destruction, una semana después de los atentados. En él desarrolló los principios de la corriente neocon sobre la nueva situación mundial y definió a los USA como "el único país verdaderamente revolucionario del mundo", obligado a "exportar la revolución democrática" a todos los países que consideraba oprimidos. Un año más tarde publicó The war against the terror masters, libro en el que explicó la misión de su país como potencia revolucionaria destinada a erradicar del mundo toda tradición:
La destrucción creativa es lo que nos define, tanto en nuestra sociedad como en el extranjero. Nosotros rompemos el viejo orden todos los días, desde los negocios y la ciencia, la literatura, el arte, la arquitectura y el cine hasta la política y la ley. Nuestros enemigos siempre han odiado este torbellino de energía y creatividad que amenaza sus tradiciones, sean cuales sean, y se avergüenzan de su incapacidad de respuesta. Nos temen al vernos destruir las sociedades tradicionales, puesto que no quieren ser destruidos.
Este enfoque es atacado por los republicanos clásicos (old conservatives o paleoconservatives), herederos de la tradición enraizada en Edmund Burke y en el padre del conservadurismo americano del siglo XX, Russel Kirk. Mientras que los neocons defienden la encarnación en los USA de unos principios ahistóricos, supranacionales, que deben sustituir a las tradiciones de todas las sociedades, los old conservatives niegan la existencia de un único modelo válido para todas las sociedades y afirman que las instituciones políticas de cada una de ellas han de ser el producto de su cultura e historia. Por eso acusan a los neocons de haber desembarcado en el Partido Republicano con sus ideas globalistas e intervencionistas, de raigambre comunista; de haber adulterado los principios clásicos de dicho partido y de que su ideología no se distingue gran cosa de la de los bolcheviques porque mientras que éstos pretendieron sacrificar los sistemas políticos anteriores en el altar del comunismo mundial, aquéllos persiguen el objetivo de imponer la democracia a la americana a todos los países del mundo, quieran o no.
Con el 11-S llegó la gran hora de los neocons porque entendieron que ya no había motivo para oponerse al ataque de USA contra cualquier país islámico. El general Wesley Clark, comandante supremo de la OTAN durante las guerras balcánicas y precandidato demócrata a la presidencia, ha declarado repetidamente, una vez retirado, que sólo una semana después del 11-S se tomó la decisión de atacar Irak. Preguntó si había algún dato que conectara a Sadam Huseín con los atentados, y le respondieron que no, pero que daba igual. Pocas semanas después, mientras bombardeaban Afganistán, le dijeron que el gobierno había decidido invadir siete países en cinco años: Irak, Siria, Líbano, Libia, Somalia e Irán. Y también señaló que, si no fuera por el petróleo, los USA no habrían tenido interés en intervenir en Oriente Medio, visión compartida por el arriba mencionado Wolfowitz, a la sazón vicesecretario de Defensa.
Dos años después llegaría la guerra de Irak, que provocó cientos de miles de muertos y desestabilizó gravemente la región a causa de unas armas de destrucción masiva inexistentes. Trump se ha pronunciado en varias ocasiones sobre aquella guerra y aquellas armas:
Atacar Oriente Medio fue la peor decisión de toda nuestra historia. Fuimos a la guerra por una causa que se ha demostrado falsa: las armas de destrucción masiva. ¡No había ninguna! Y lo sabían.
Ahora la guerra se libra en otro lugar, en Ucrania, y el expresidente ha declarado lo siguiente sobre ella:
Necesitamos la paz sin demora. También tiene que haber un compromiso de desmantelar por completo la estructura neocon que nos empuja continuamente a guerras sin fin con la excusa de la lucha por la libertad y la democracia más allá de nuestras fronteras mientras aquí nos convierten en una dictadura tercermundista. El departamento de Estado, la burocracia de Defensa, los servicios de Inteligencia y todo lo demás ha de ser reformado completamente para despedir a los sostenedores del Estado profundo y para volver a poner América en primer plano (…) Nuestra estructura de política exterior sigue intentando llevar el mundo a la guerra con una Rusia con armas nucleares según la mentira de que Rusia es nuestra mayor amenaza. Pero la mayor amenaza para la civilización occidental hoy en día no es Rusia. Probablemente lo seamos nosotros más que nadie y la horrible gente, odiadora de los USA, que hoy nos representa (…) Es la casta globalista que nos ha hecho dependientes de China y de otros países que nos odian. Estos globalistas quieren desperdiciar toda la fuerza, la sangre y el tesoro de los USA persiguiendo monstruos y fantasmas en el extranjero mientras nos mantienen distraídos de los estragos que están haciendo aquí, en nuestra casa.
No se ha oído nada tan revolucionario de un alto representante de la política estadounidense desde la declaración de independencia. A su oposición a la locura de género y sus denuncias a la industria farmacéutica hay que añadir su hostilidad hacia el sistema político-militar sostenido por demócratas y republicanos desde aquella advertencia de Eisenhower en el discurso final de su presidencia en 1961:
Debemos evitar que el complejo militar-industrial, voluntariamente o no, adquiera una influencia desmesurada. La posibilidad de un aumento desastroso de poder fuera de lugar existe hoy y persistirá en el futuro.
Por encima de sus defectos y sus virtudes, de sus aciertos y sus errores, el contradictorio e imprevisible Donald Trump, regrese o no a la Casa Blanca, probablemente merezca pasar a los anales como un hombre de singular tenacidad que intentó procurar el bien para su patria y para el mundo.