Hace décadas que los españoles están empeñados en revertir un largo proceso histórico que dio, como resultado ventajoso, la existencia de una lengua común en España. Digo los españoles, porque el empeño no es exclusivo del nacionalismo periférico, de los partidos y de otros agentes con intenciones. Muchos españoles han aceptado la teoría que lo justifica: la teoría, que no la praxis. Como recuerdan puntualmente los nacionalistas, las llamadas lenguas propias no han hecho más que perder hablantes. Pese a su cooficialidad, pese a la promoción y la subvención, pese a su inclusión en la enseñanza, en la Administración, en la televisión, pierden hablantes. Y muchos españoles que no las hablan ni hablarán se mortifican por ese pecado y aprueban que se haga lo que sea, siempre que no les afecte personalmente, para regresar a un ignoto paraíso perdido donde un catalán, un castellano, un vasco y un gallego —estoy citando sólo a algunos— necesitaban traductores para entenderse.
Una de las cosas que me asombró cuando volví a España después de no pocos años de vagabundeo por el mundo, fue la contundencia con la que aquella figura legendaria, el progre español, defendía el tesoro de las lenguas vernáculas en contraposición a la lengua común. Mientras el inglés se imponía en todas partes como lingua franca, algo perfectamente lógico (hasta en Suiza, con sus cuatro lenguas oficiales, se suple hoy la carencia de una lengua común con el recurso al inglés), aquí había una tendencia contraria a nuestra lingua franca. Todo el mundo quería aprender inglés, la lengua común internacional, pero al mismo tiempo había un menosprecio a nuestra propia lengua común. O un rechazo, porque había sido "impuesta". Y gentes que a lo largo de su vida iban a pronunciar sólo un par de palabras en catalán, en vascuence o en gallego, y mal pronunciadas, cuando estuvieran de visita en esas regiones, gentes que no tenían interés en aprenderlas ni en hablarlas, requerían que los nativos se expresaran en ellas y sólo en ellas. Era, decían, lo natural.
Como esto viene de lejos, no me asombran ahora el apoyo o la aprobación que suscita lo de usar las lenguas cooficiales en el Congreso y hacerlas oficiales en la UE. No me asombra tampoco que los sucesores de aquel progre español pontifiquen estos días desde las tribunas de los medios sobre la naturalidad de hacerlo, como si usar la lengua común fuera artificioso, o digan que las lenguas cooficiales son una riqueza a preservar y la lengua común, no. Es lo que se puede esperar después de años y años de ir, hacia atrás, en esa dirección. Sólo me asombra un poco que todos estos cantos a la diversidad salgan, sin el menor rubor, de quienes hablan y escriben únicamente en español, y de periódicos, programas y tertulias donde sólo se usa el español. A ver cómo se explica.
A ver por qué en las tertulias de Alsina o de Àngels Barceló no ponen a tertulianos que hablen en las lenguas cooficiales y traducen sus intervenciones a los otros tertulianos y a los oyentes. En los programas nacionales, no cuando dan paso a las emisoras autonómicas. Para hacer visible la riqueza, naturalmente. A ver por qué no se hacen los telediarios de TVE cada día en una lengua cooficial distinta. ¿Por qué no exhiben en sus magníficos escaparates la riqueza y lo natural, el tesoro y la diversidad? Ah, pero ahí no, porque no somos tontos, qué va. Ahí no, pero en el Congreso de los Diputados, sí, vaya, hombre. Que una cosa es el ocio y otra el negocio. Para eso está, además, el Parlamento, como indica su nombre. Para corregir simbólicamente el grave error histórico que dio a los españoles una lengua común y absolver del pecado de hablarla a los pobrecitos mortificados