
Cuando no se sabe cómo hemos llegado a esto, hay que poner un punto de partida. Mi punto de partida es la confluencia de la plaza Urquinaona con Vía Layetana, en la mañana del 8 de octubre de 2017 en Barcelona. Allí estaba entre la multitud. Era una manifestación y, en realidad, una concentración inmensa, porque apenas nos movíamos. Subida a una valla, pude contemplar la riada humana que era la Vía Layetana y constatar que había salido a la calle y a la luz la Barcelona tapada y silenciada por la estridente cacofonía separatista. No había sido yo una visitante asidua, pero vi entonces la Barcelona que recordaba, la ciudad abierta y llena de vida, no la urbe espectral, cejijunta y agraviada del procés.
Las banderas españolas estaban por todas partes. Las llevaba la gente en la calle y colgaban de ventanas y terrazas. Los jóvenes las llevaban pintadas entre los tatuajes, los adolescentes, en la cara y alguno había con el pelo rojo y amarillo. El nombre de España y sus colores tenían allí un significado intenso y próximo. La sensación era festiva y se cantaba con frecuencia el ¡Qué viva España! Subidos al techo de una furgoneta de Sociedad Civil Catalana, la entidad convocante, los del servicio de orden trataban si no de poner orden, que no hacía falta, de proponer lemas o consignas para corear. Pero su megafonía no iba muy allá y la gente inventaba por su cuenta.
Los lemas iban y venían como un oleaje. Unos triunfaban, mientras otros se apagaban enseguida. De pronto surgió, en una oleada creciente y poderosa, el lema que triunfó absolutamente y se hizo clamor: "¡Puigdemont a prisión!". Era perfecto. Era eufónico. Y expresaba la más depurada idea democrática que allí tendría voz. La idea de la responsabilidad y de la justicia. Por aquel brutal golpe, que aquella gente había vivido con más angustia que nadie, había que pedir responsabilidades, y el primero que tenía que rendir cuentas era quien lo había capitaneado, traicionando a su cargo, en un impulso demencial e irresponsable. Algo así no podía volver a ocurrir. Todo ello tenía que quedar sentado en la política y sentenciado en los tribunales.
La multitud no siempre acierta, pero a aquel "¡Puigdemont a prisión!", allí improvisado, no se le podía poner pega. Aunque se le puso. Allá lejos, donde estaba el escenario, en el acto principal, con las figuras y celebridades, Josep Borrell regañó a la gente por corearlo diciendo que no estábamos en un circo romano y que sólo iban a la cárcel aquellos que decidieran los jueces. Como si no se supiera. Vaya momento para ponerse a dar lecciones. Qué nulo sentido de la oportunidad, qué tontería y qué forma de malentender. Aquella manifestación no tenía nada de circo romano. Nada en absoluto. El circo, no sé si romano, pero sí muy falso, vendría después. Vendría bajo la batuta de Pedro Sánchez para poner en entredicho y revertir todo lo que se hizo, desde la política, desde la sociedad civil y desde la Justicia para parar el golpe separatista y restaurar el orden constitucional.
Primero fueron los indultos, la sedición y la malversación, un circo lleno de mentiras, de disimulos, de trucos y de arbitrariedad para asegurar la investidura y la legislatura a Sánchez. Ahora estamos a las puertas de la segunda y decisiva parte de la legitimación del golpe de octubre. Con la liquidación del español como lengua oficial del Estado y lengua común de los españoles en el Congreso. Con una amnistía para empezar a hablar, como exige con sus siete escaños un prófugo de la justicia al que una vicepresidenta va a visitar y a hacer carantoñas. Con lo que venga. En el circo de la manipulación, instalado de forma permanente, los mismos que rechazaban tajantemente la amnistía, dicen hoy que es constitucional y maravillosa para la concordia en Cataluña. Y que oponerse es querer que Cataluña arda por los cuatro costados.
En este circo de la confusión, alimentado por tantas voces sin vergüenza ni escrúpulos, es posible que muchos ciudadanos no sepan ya qué tiene de grave una amnistía para los golpistas ni cuán irreversibles son las consecuencias. Por eso hay que explicarlo y explicarlo bien. El Partido Popular ha convocado un acto en el que tiene la oportunidad de hacerlo. Puede ser un acto de partido más, un acto más contra Sánchez, como cualquiera de la campaña electoral. Puede ser un acto para reforzar el liderazgo de Feijóo o para expresar el entusiasmo por Ayuso. Pero no debería ser nada de eso. Tiene que ser algo grande, y para que lo sea debe ser solamente un acto contra la amnistía y un acto para pararla.
Con la amnistía que están dispuestos a conceder a los golpistas quedará, negro sobre blanco, que el golpe fue justo y legítimo y la democracia española injusta e ilegítima. Porque esta no es la amnistía de la reconciliación, sino la amnistía de la subordinación al separatismo. No es la amnistía de la fundación de la España democrática, sino la amnistía que sella su liquidación. El acto del PP, si logra ser algo más que un acto partidario y partidista, debe ser y puede ser el primer acto de una demostración de repulsa general que obligue a Sánchez a dar marcha atrás. Sigue siendo válido y democrático, justo y necesario aquello que se coreó aquel 8 de octubre en Barcelona. "¡Puigdemont a prisión!".