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Investidura incierta y de vergüenza ajena

El monstruo institucional construido por el régimen político español ha terminado pariendo un gobernante que no sólo odia a España sino a sí mismo.

El monstruo institucional construido por el régimen político español ha terminado pariendo un gobernante que no sólo odia a España sino a sí mismo.
Pedro Sánchez se reune con Junts. | EFE

Vaciado el Estado de la "sangre" de la Nación, como diría Ortega, todo es posible. El Estado está tan fragmentado que un Gobierno en funciones actúa como si fuera definitivo. Sólo por esto España ya está siendo tratada por el resto de Europa como un Estado fallido. Valgan dos sencillos ejemplos de esta fractura. La ridícula e hipócrita reacción de nuestro Gobierno ante el ataque terrorista sufrido por Israel sitúa a España casi al margen de la UE. Eso por no mencionar la sospecha que ha levantado en todas las instituciones europeas que el Gobierno de España pretenda, ahora, amnistiar a quien, hasta hace poco, perseguía en el Parlamento europeo. El gobierno de España empieza a ser visto con reticencias por las democracias europeas. Esto más que un gobierno parece una banda que dirige a un gentío…

Y es que el monstruo institucional construido en estos últimos años por el régimen político español, seamos sinceros, ha terminado pariendo un gobernante que no sólo odia a España sino a sí mismo, toda vez, que ha traicionado permanentemente sus promesas. Nadie en la historia reciente de España ha mentido tanto como Sánchez. Llegó al poder con una tramposa moción de censura a Rajoy en 2018, se afianzó en La Moncloa al ganar los comicios generales de 2019 (con 120 escaños), traicionando todas sus promesas electorales: el ‘no’ a la coalición con Podemos; el ‘no’ a los indultos a los golpistas catalanes de 2017, diciendo ‘cumplirán íntegras sus condenas’; y el anuncio de que traería a Puigdemont para ser juzgado en España. Y ahora, después de perder las elecciones generales del 23-J (121 escaños frente a los 137 del PP), pretende presidir otra vez una nueva legislatura, traicionando otra vez sus promesas de que él "nunca aprobaría una Ley de amnistía para los golpistas pendientes de la Justicia, porque era inconstitucional".

En este contexto, creo que pocos periodistas, publicistas y escritores independientes dejan ya de utilizar expresiones como felón, autócrata, aprendiz de dictador para referirse a este político. Sí, nadie con decencia política deja de sentir vergüenza ajena ante la actitud inmoral y traidora a la Constitución de Sánchez ante su incierta investidura. ¿Por qué digo incierta? Porque, como creen los más optimistas, al final podría decidirse por convocar elecciones ante la última locura de Puigdemont o su gentes. ¡Quién sabe! Lo que es indudable es su comportamiento obscuro y dictatorial con las fuerzas democráticas y con su partido. El autócrata sigue en silencio negociando con comunistas, separatistas y terroristas su investidura.

Lleve Sánchez hasta sus últimas consecuencias la traición a España o, por el contrario, convoque elecciones en el último momento, una cosa es inequívoca: su comportamiento, como en el pasado fue el de Rodríguez Zapatero, puede precipitarnos en una de esas trágicas confrontaciones colectivas que creíamos definitivamente conjuradas de nuestra historia. La cosa está ahí a la vista de todos. Los asesinos de ciento de españoles están siendo blanqueados por el Gobierno en funciones de España. Los golpistas catalanes no sólo fueron sacados de las cárceles sino agasajados y felicitados por Sánchez. Este hombre ha traspasado ya todas la fronteras de la decencia nacional. ¿Quién puede detenerlo? Me temo lo peor. Y, desde luego, el primer paso nunca lo dará el partido socialista, porque sigue viendo todo este proceso de disolución nacional como algo normal y necesario. Los dirigentes socialistas, hoy como ayer, sólo reaccionan cuando se les habla de dineros. De pasta. Esta gente, junto a sus votantes, son la argamasa necesarias para la destrucción de España

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